El tema educativo se instala de nuevo en el debate público, gracias a las declaraciones coloquiales del presidente de la República acerca de la vuelta a clases en agosto. Llueva, truene o relampaguee habrá regreso a clases, ha dicho, con esa expresión que escuchamos a las abuelas y madres.
La reacción es inmediata. De nuevo la opinión se divide entre expertos y opinólogos, como será en las familias, supongo. Unos a favor, otros en contra, sin puentes a la vista que armonicen diferencias.
En la declaración del presidente puede haber buenas intenciones, pero el contexto es adverso. Riesgoso, sin duda, porque a las decisiones del gobierno no las acompañan hechos contundentes.
Sería convincente, por ejemplo, si los periódicos nacionales encabezaran una mañana sus notas con algo semejante a lo que vimos hace poco, con el anuncio de los miles de millones de dólares más para la guardia nacional, pero esta vez, con destino a la gran cruzada que significará el regreso a las clases con esquemas semipresenciales o híbridos en miles de escuelas públicas.
Soy medianamente optimista, tengo que confesarlo, pero no iluso. La Secretaría de Educación Pública, como el resto de la administración, tienen escasa y menguante capacidad de interlocución con el huesped de Palacio Nacional.
En ese escenario llegaremos a agosto con una fragmentación visible en las superficies del sistema educativo nacional, pero profunda en el fondo, en donde los incalculables millones de estudiantes volverán a las aulas virtuales sin un proyecto pedagógico alternativo, ni a la altura de lo que cabría esperar del gobierno que prometió la gran transformación del sistema educativo.
Ojalá la sensatez nos sorprenda y esta vez gane la batalla.