Después de varios meses leyendo a diario, casi como obseso, todo lo que se podía encontrar de la pandemia, de escuchar las conferencias vespertinas y repasar las estadísticas fatales de México y Colima, hice una pausa y decidí poner sana distancia. Estaba infoxicado y necesitaba otras noticias, sobre todo, para cambiar el estado depresivo a que me llevaba el caudal informativo por el panorama sombrío.
Ahora dedico poco tiempo al recuento terrible, aunque es suficiente para constatar que seguimos incapaces, ciudadanos y gobernantes, de poner un alto contundente al tsunami de contagios. Mis lecturas, más selectas, atienden algunos temas y cambio de canal pronto.
Con la sana distancia me fijé el cubreboca para callarme y hablar poco de la actuación gubernamental. Tengo diferencias con enfoques y énfasis en los temas donde navego con relativa familiaridad, pero me abstengo, salvo que sea verdaderamente necesario.
Hoy vuelvo al tema por la confesión que hizo el presidente de estar infectado de COVID-19. Preciso: por el barullo mediático que se formó alrededor de la noticia y el nuevo capítulo de la división virulenta entre sus seguidores y opositores.
Cuando parece que las aguas alcanzaron un nivel y se estabilizarán, circunstancias como la referida desbordan filias y odios. Me parece indeseable para una vida democrática sana que el insulto y la grosería sean la fórmula de cortesía para referirse a quien piensa distinto.
Es verdad que tengo diferencias y críticas al desempeño del presidente, aunque aprecio algunos esfuerzos. Pero esas discrepancias no hacen que albergue, ni por un momento, la idea de celebrar que enferme; menos, que se agrave.
Ojalá pronto se recupere y que la convalecencia le sirva para reflexionar si en verdad el gobierno está haciéndolo tan bien o es tiempo de enderezar decisiones.
Ojalá pronto vuelva a sus mañaneras, aunque yo no le dedique un minuto.