Mañana es día del padre, como todos, o casi todos en México sabemos. Podría ser el momento ideal para escribirle una emocionada y sincera carta al mío: Carlos, de nombre. Podría agradecerle, ante los ojos del mundo virtual, mi profundo amor y gratitud, recordarle anécdotas o momentos inolvidables. Pero no tiene cuenta de Facebook o Twitter; tampoco busca en mi página web lo que escribo. No. No es buena idea. Sería más sencillo, pero sincero, que en esas condiciones le llame por teléfono y le diga lo que deba; o, tal vez, buscarle en su casa, en nuestra casa en el pueblo, y darle un abrazo acompañado de algunas palabras que manen del corazón en ese momento.
Tengo mucho que agradecerle. Debe saberlo. En lo material, por ejemplo, pues en casa nunca faltó la comida, así fuera la más sencilla. Lo que hizo en momentos apremiantes no es de caballeros contarlo.
Jamás tuve frío ni un día sin escuela. Nunca faltaron libros o cuadernos en casa, ni dinero para viajar durante ocho años de mi pueblo a Colima para estudiar el bachillerato o la facultad. La prudencia, por ejemplo, la ensalzo como pocas cosas. Nunca me sentó frente a él para hablar de los vicios o pecados veniales. Jamás me ruborizó ni nos avergonzamos con temas impúdicos.
Nunca me puso una mano encima. Sí me regañó y no lo cuento porque me avergüenzo de mí. Era su papel.
Fue un padre de su tiempo e hizo su parte. Me toca hacer lo propio, en otro tiempo y con otros desafíos. Por ahora, creo, estoy reprobando la materia, pero confío en que pueda resarcir parte del daño.
¡Feliz día a todos mis amigos padres! ¡Felicidades a todos quienes tienen todavía un padre! Ojalá los hijos que me lean, y puedan, no esperen demasiado para el abrazo pendiente con el suyo.