Hace mucho tiempo recito que los profesores, con los años, no nos volvemos más sabios, maduros, tolerantes o pacientes. No en automático. Sigo pensándolo.
Los años garantizan vejez, enfermedades, desgastes y arrugas en la piel; a unos más pronto que a otros, pero ineludiblemente a todos. No solo cosas malas, por supuesto, también positivas.
Hoy descubrí esa faceta de mí, mientras viajo al destino temporal en los próximos días. El café malo, frío, desagradable, viejo, no me produce sino malestar; no lo soporto. Tampoco la estridencia de la música en el auto que se estaciona al lado en el semáforo, el timbre ruidoso e indiscreto en el teléfono o quien contesta una llamada incluyendo a todos quienes estamos al lado.
Cada día huyo más del ruido y me refugio en el silencio. Intolero las campañas políticas con el abuso de la mercadotecnia y la mentira, del cinismo y la demagogia. Odio que los políticos gobernantes o quienes lo pretenden nos traten como imbéciles. Podría seguir el rosario.
Sí, los años no me vuelven más paciente ni sabio. Y, pensándolo bien, me parece más una virtud que síntoma de decadencia.