Jornada habitual. Gris, exasperante. Estaba harto en grado extremo. La enésima llamada de atención de un pendejo con el cargo de jefe me puso del humor más perro que no recordaba en meses. Por error ajeno me impuso el castigo de repetir la tarea catorce veces. Por qué, pensé interrogativo con el último aliento del desplomado ánimo. Y luego, el demonio que me bisbiseaba respondió socarrón: ¿por qué no lo mandas al carajo y te largas de una maldita vez de ese mugroso empleo?
Subí al viejo auto que recordó la pobreza espiritual y material que me rondaba. El ruido del motor, tan cansado como yo, me distrajo unos minutos. En el primero semáforo en rojo encendí el estéreo. Doble terapia: no escuchar el motor, ni mis fantasmas.
Camino a casa las tripas ardientes recordaron la vieja gastritis y el hambre. También me trajeron a la memoria la alacena vacía. La imaginación se relajó mientras recreaba escenas con el acompañamiento musical. Los pájaros de Portugal es una de las canciones que más disfruto visualmente. No sé por qué. Tal vez porque en la juventud cada día más lejana me habría gustado tener una aventura como aquella, o una novia guapita, o mejor, un poquito de la delirante rebeldía para largarte del lugar donde no quieres estar más. Así seguí, entre calles semivacías y la tarde que moría un sábado otoñal.
Minutos después llegué al supermercado. Dubitativo no supe elegir el carrito de compras grande o el pequeño. Mis necesidades y la cartera se contradecían. Presuroso encaré las compras. Rumbo a las cajas me emocionó un poco la idea de matar, por fin, algo en ese día: hambre de diez horas apenas apaciguada con agua y tres vasos de café. Mientras esperaba turno, mis ojos bajaron al carrito. Yogures, cuatro manzanas, lechuga, una botella de vino tinto, leche, pan, atunes y aceitunas. Dudé. Para hoy falta algo. Sí, ¡champiñones! Miro la distancia, la gente que se aproxima a pagar, el teléfono y la hora. Una fracción de tiempo. Solo lechuga y atunes es insuficiente. Por lo menos otra cosa que adecente la comida; es fin de semana y mañana descanso. Vuelvo al área de verduras y frutas. Las fresas rojas y su tamaño espléndido secuestran la mirada. Me detengo. Tomo una caja transparente. Me gustan, no me gustan, me alcanza, no me alcanza. Entre el precio y manchas negras que auguran pudrición precoz, retorno al camino. Llego al área que busco. Cajas de champiñones rebanados no me apetecen. Prefiero lavarlos, rebanarlos, mezclarlos con los otros ingredientes. No quiero champiñones cortados. Buscó arriba, abajo. Solo una caja de enteros, pero me queda a un metro y allí hay un vestido azul en un cuerpo de mujer, pelo corto, castaño, joven por la piel de sus hombros. Espero. Sabina canta en mis audífonos:
“la vi en un paso cebra
toreando con el bolso a un autobús
llevaba medias negras
bufanda a cuadras, mini falda azul.”
Interrumpido mi paso por el vestido azul, me detengo y aguardo. Ella, la del vestido azul, duda. A punto de pedirle el paso, estira su mano. Mis ojos siguen su movimiento y me quedo prendado. Justo a mi blanco. La intrusa coge el empaque, lo mira sin convicción, por arriba, por debajo. Mis ojos buscan en el estante otra caja igual. No hay otra. Más allá tampoco. Los pimientos de colores, las zanahorias, los chiles me hacen volver la vista. La dueña del vestido azul decide regresar la caja. ¿La vas a llevar? Pregunto y me respondo. Si no, ¿me la pasas? Voltea sorprendida y me encuentro con los ojos más lindos que vi en meses, o años, o nunca. Y la piel más bronceada, y la cara más linda, y el pelo corto de ensueño. Toda ella, un ángel de hermosura. Ella vuelve, desinteresada. Me entrega la caja y sigue. Mis ojos también, la miran sin pudor. Piernas hermosas. Camina, y mis ojos la persiguen patidifusos. Un grito me saca del ensueño. ¡Mamá, mamá! Ella voltea al mismo tiempo que yo. El niño es guapo, el mismo pelo. Tuerzo el camino y enfilo a las cajas, roto por un instante el encanto. Llego a la caja, subo la mercancía y la busco. Allí aparece. Y creo que el marido al lado, porque el hijo está entre ambos. Un carro atrás me golpea levemente y despierto. Muevo el mío y voy a la caja. Es mi turno. Miro de nuevo. Se fue ya; como mi hambre.
A la semana volví al almacén, a la misma hora, con encendida emoción. Di vueltas, una y otra vez, hasta que los guardias se apostaron atrás de mí. No apareció. Y el segundo sábado allí estuve, y el tercero, el cuarto, el décimo… No volvió. Y el hambre se me fue. Y descubrí que, tal vez, estaba un poco loco. Ya no supe si fue real, o solo un sueño entre champiñones, pimientos, lechugas y el vestido azul más bello del mundo.