Las noches en el centro de Mérida son espectaculares para quien escapó de la montaña rusa. Por lo menos, las noches en el centro del Mérida que conozco. Son ideales para extraviarse entre personas de distintas lenguas, tonos de piel, cantidad de ropa, estilos de zapatos, cortes de pelo. El caleidoscopio de colores y formas es envidiable, mexicanísimo, es decir, yucatequísimo; un remanso contra el de ciudades como las mías, donde las tiendas de baratijas chinas afearon el paisaje comercial.
Las noches en Mérida un viernes de “heladez”, como llaman los paisanos, son perfectas. Lejos de la humedad asfixiante y el calor que moja cuerpos y ánimos, el paso se acelera a la velocidad del corazón. Cada cual decide.
La noche de Mérida me llevó, por recomendación en la mesa de la comida, a “500 noches”, un bar en parque Santa Lucía, pequeña placita repleta de restaurantes, bares, mesas bajo el techo del cielo y los árboles, con músicos tocando de todos los sones. Allí busqué una mesa tranquila y disfruté un par de horas entre páginas de libros, la música que a veces evocaba tiempos buenos y otros peores, con una pasarela de personas que entraban, salían, se despedían o perseguían otras sillas.
500 noches, como sabrán los enterados del universo Sabina, es denominación de origen, una de las canciones insignia de Joaquín, el de Jaén, que titula por completo: 19 días y 500 noches, tributo al amor bipolar, que se extraña poquito durante el día, pero perdura largas y largas noches.
Poco atento a la música, más tributo a otros cantantes que a Joaquín, abrí las páginas del libro comprado en “Dante” minutos atrás, conversación entre el Dalai Lama y Desmond Tutu. Una vocecita infantil apareció de pronto en mi mesa. 8 o 10 años, como mi Juancito. Lo miré, me miró, y de no sé dónde, tal vez por mi camisa blanca, salió su primera pregunta:
-¿Eres doctor?
Sorprendido, lo miré, me miró, y le dije que sí.
-¿Por qué me duele aquí? El boxito se tocó aquí, su hombro derecho.
Se me hicieron bolas en la garganta. Me miró, lo miré. Silencio. No supe responderle. Mis ojos pidieron clemencia. Le sobé suavemente el hombro dolido. Nos miramos y compadecido por mi mudez, se fue a la siguiente mesa, con su sombrero tejido en la mano, a seguir pidiendo unos pesos.
De espaldas lo vi perderse en las mesas del fondo, con su camisa roja. Recordé a mi Juancito, a esa hora acostado frente a la tele, cansado de jugar, sin hambre. Se me atoró el trago en la garganta y se amargó el resto del mezcal Amores.
Pedí la cuenta y salí del “500 noches” rumbo al hotel, para dormir temprano y emprender el regreso. La noche ya no era perfecta, era la noche real. En la cabeza seguían proyectándose las imágenes nocturnas de la plaza. No pregunté cómo llegar al destino. Supuse que era fácil, que ya sabía. Me perdí por unos minutos hasta que enderecé el rumbo con ayuda de un policía, cuando me cansé de dar vueltas.
En la esquina de la calle del hotel reconocí “La chaya maya”, paraíso de la gastronomía yucateca. Dos largas filas me cambiaron de acera. Una, de turistas y locales, muchos, esperando turno para entrar al templo de sabores. La otra, de mujeres indígenas, pequeñas todas, de distintas edades, jóvenes todas, con sus prendas en oferta, pidiendo que se las compren, casi en silencio, con respeto absoluto todas. En el día no las veo, pero en las noches están en estos lugares, ofreciendo, esperando que el señor, la señora se detengan, observen la mercancía y compren algo.
Esa es también la otra noche de la Mérida que se me va volviendo entrañable, con sus alegrías, con sus dolores y realidades, con sus perfectas imperfecciones.
Mérida, noviembre 17 de 2018