En el paisaje frío de la mañana, dos papalotes multicolor rompían el monocromático azul del cielo.
Con la resortera al cuello, como en viejos tiempos, apareció el nene con su chamarra verde limón y cachetes rosados.
Colocó un par de botes de cerveza, restos de la noche anterior, sobre un montículo. Se inclinó y recogió municiones del suelo.
Caminó hacia atrás como en un duelo del viejo oeste. A seis metros tomó la primera piedra. Apuntó mal y le costó lanzarla.
Una y otra y otra vez intentó disparar a los botes. Fue imposible. Ninguno iba siquiera cerca, siquiera fuerte.
Me acerqué, le mostré (¡iluso!) cómo usarla. Tampoco acerté, aunque las piedras se acercaban juguetonas.
Lo abracé para alentarlo. Es inútil, me dijo convencido de que su primera clase sería la última. Los ojos desolados contagiaban tristeza.
Inténtalo de nuevo. Anda. Hazlo. Reanudó. Dos, tres piedras no tuvieron fortuna. Remachó: es todo, no sirvo para esto.
Agachó la cabeza, metió las manos en los bolsillos del pantalón y enfiló cuesta abajo, con ese andar que empieza a serle característico.
¡Solo una vez más! ¡Solo una! ¡Una! Dije mientras tocaba su hombro. Miró atrás con gesto de determinación. La piedra dibujó parábola perfecta.
La puntería letal acertó en el bote de la izquierda, que corrió veloz hacia su homólogo de la derecha. Abollados, ambos volaron unos centímetros.
En la sonrisa del “pequeño resorteras” se dibujó también una parábola de la felicidad ausente el fin de semana.