Anoche me preguntaron de nuevo: ¿cómo haces para escribir tanto? La pregunta, varias veces repetida, me obligó a examinar un poco la actividad en esos menesteres. Lo que sigue, más o menos, fue el resultado.
Primero, en realidad, no escribo tanto. A lo sumo, durante este año, escribí una página cotidiana para el Diario 2015 y algunas más para otros propósitos. Para quien tiene oficio de escritor, lo mío es de novato.
En segundo lugar, estoy convencido que la escritura se me volvió necesidad vital. Una toma de posición frente a los temas que me importan, frente a la vida.
Después, tampoco tengo duda: cuando uno dedica horas del día a leer un libro, un periódico, la realidad, o camina con la piel desnuda, los ojos abiertos y oídos atentos, volver la vista y las manos hacia un teclado o el cuaderno de apuntes es un automatismo, un hábito como mover los pies o cerrar los ojos frente al reflejo directo del sol.
Mi tiempo de escritura es breve, normalmente corto, pero tengo una gran ventaja. No necesito condiciones especiales para trabajar, y cuando la idea está suficientemente digerida, la tarea mecánica de escritura es muy fácil, gracias a mi autodidactismo en mecanografía cuando estudiaba en la escuela secundaria.
Una última razón: la escritura es un escudo frente a la timidez. Escribiendo me siento en terreno seguro. Lejos de la escritura no tengo el orden que mis ideas precisan.
Concluyo: escribir se está volviendo, perdonen la fatuidad, un ejercicio regocijante. Un aliciente frente a los lectores que toman unos minutos y me comparten reacciones. Sentirlo es un estímulo que no buscaba, pero que extraño cuando escasea. Sin embargo, debo ser franco y justo: no lo quiero de compañía permanente, porque no son los halagos los que te impulsan a crecer tanto como la crítica y el deseo de perfeccionarse. Razonable hábito de autoexigencia, diría el maestro Pablo Latapí Sarre; esa es razón vital.