Algunas buenas personas piensan que paso la vida trabajando. Otras, más de las que contabilizaba, piensan exactamente lo contrario. No voy a polemizar, pero unos y otros faltan a la verdad. Ni tanto ni tan poco.
A los primeros digo, con afecto, que trabajo mucho, sí, pero no me pesa, ni dejo de ver a mis hijos las horas suficientes, que siempre tengo tiempo para abrazarlos o pedirles un beso; tampoco me alimento mal, ni escatimo las horas para dormir y menos para soñar. Cumplo en la Universidad y allí estarán las evidencias. En tono jocoso contaba ayer al rector que debo ser el único asesor que cada mañana y cada tarde firma hora de entrada y salida en la oficina. Es verdad, eso no garantiza nada, pero estoy allí y lo hago con gusto.
A los otros, a los que piensan distinto o solo tienen mala leche, o buscan defectos, pues no voy a decirles nada. Secretos no contaré. Pueden pensar lo que quieran; no gastaré un minuto o una línea.
Regreso a lo que quiero contar. Estos son días propicias para muchas cosas que a veces olvidamos, tontamente. Por lo pronto, quiero hacer lo que no he hecho este y otros años. Por ejemplo, sueño con reconectar las bocinas de mi modesto equipo de sonido, expulsar del paraíso doméstico a mis hijos (el cine es pretexto infalible), acostarme en el suelo con una colección de discos en las manos y ponerlos uno tras otro hasta que caiga la noche y el suelo enfríe. De vez en cuando, servirme otra copa, o cantar alguna de las canciones favoritas. O recordar, o soñar con los ojos cerrados, o imaginarme aquella chica con los ojos abiertos para mirarla mejor. O.
Eso, por ejemplo, me regalará instantes maravillosos, recuerdos de tantas y tantas horas que viví en la misma ociosa posición en casa de mis padres, cuando soñaba con piratas y princesas en las canciones de Joaquín Sabina, mientras observaba el mundo recostado en el hombro de la luna.