En diez días estaré en Sonora para impartir un curso a profesores de la Universidad de ese estado. Del curso y detalles no abundaré; no es mi intención. Solo diré que es un desafío y así lo estoy planeado, así me estoy preparando, para promover un ejercicio reflexivo dirigido a preguntarnos por la relevancia de lo que estamos haciendo, y la posibilidad de mejorarlo más allá de las reformas, las grandes decisiones y las buenas o malas administraciones.
Las lecturas que realizo para preparar materiales y ejercicios grupales me proporcionan múltiples motivos para reflexionar. Ahora dos ideas rondan desde muy temprano. La primera, en síntesis: en su nacimiento, se pretendía que las tutorías fueran un instrumento para combatir el gravísimo problema de la “deserción” escolar en las instituciones de educación superior. Entre paréntesis: deserción es un término que no admito sin discusiones urgentes y precisiones desmitificadoras; prefiero otros términos, como abandono o fracaso escolar. El punto es que las tutorías no cumplieron esa expectativa por muchas razones, entre ellas, la que quiero debatir, porque para los profesores universitarios el fracaso escolar o el abandono de la escuela son tan naturales como la hora del receso, los exámenes o las calificaciones.
La segunda idea es que los profesores, pero sobre todo, las instituciones, quienes elaboran y deciden las políticas que regulan el trabajo académico, parten de un falso supuesto en la elaboración de los proyectos curriculares: que los estudiantes entrarán corriendo a las aulas, deseosos de aprender lo que unos profesores muy capaces van a enseñarles. La realidad, lamentablemente, corren en otros circuitos.
Estas, y más ideas, alimentarán las sesiones que propondré a los colegas de la Unison. Sigo en ello, con paréntesis para sentarme frente a la tele a ver el partido de Argentina en la Copa América.