Juan Carlos me dejó un par de preguntas dando vueltas como mosca en botella. ¡Menuda tarea! ¿Para qué sirve la educación? ¿Por qué tengo que ir a la escuela?
La historia es un poquito más larga y no la voy a contar en detalle.
Con frecuencia, en las mañanas, a la hora de despertar, el pequeño personaje revolotea en la cama y busca esconderse entre las almohadas. Es inútil. Sus reacciones suelen ser de dos tipos: quejarse y afirmar que no puede, que es inútil, está cansado y quiere dormir; la otra es más directa: silencio total, solo un movimiento para poner la cara al lado contrario de la voz.
A la cuarta o quinta reprimenda no es extraño que sus quejas se tiñan del ingenio alentado por su modorra habitual. Juan Carlos, hijo, van a cerrar la escuela. Sin rubor, responde: que la cierren. ¡No me importa! O algo por el estilo.
Hoy, camino a la escuela, conversando maduramente repitió la confesión:
-No me gusta la escuela, prefiero quedarme en casa. No importa que esté solo.
-Pero tienes que ir.
-¿Y para qué? No es divertido.
Y con saña me soltó las dos preguntas que ya escribí. Yo, todavía, no encuentro la respuesta más convincente para persuadirlo, a los 5 años, que sí vale la pena.