A las 4:25 estaba programado el despertador. Llegué a la televisión cuando terminaban de saludarse los jugadores y a instantes del comienzo del partido River Plate contra Barcelona, en la final de la Copa Mundial de Clubes. Hora inusual para nosotros, pero el dinero manda y Japón es el amo.
Como sucede habitualmente, terminan disputándola los campeones de Sudamérica y el de Europa, luego de pasear a los campeones del resto de los continentes. Por el poderío de los rivales, también suelen conquistarla los europeos, con excepciones notables, como aquel histórico Boca Juniors de Juan Román Riquelme y Martín Palermo, cuando derrotaron al galáctico e incrédulo Real Madrid.
Hoy el partido prometía cosas especiales. Leo Messi de nuevo contra un equipo argentino, como la final que apenas pudo ganarle a Estudiantes de La Plata. Y el morbo de verlo contra aficionados argentinos, ante los cuales despierta amor y rechazo, que le reprochan al oriundo de Rosario que no cante el himno nacional y, sobre todo, que no haya ganado nada todavía con la selección del país. Además, River es un equipo soberbio y pura entrega.
La final estuvo plagada de jugadores sudamericanos. A los argentinos de River, que suman colombianos y uruguayos, súmense los muchos del Barça. Fue un inicio de ese talante, con estilo intenso y presión por toda la cancha, con tensión y golpes cuando hacía falta. Los primeros minutos se jugaron como quería River, mientras los catalanes buscaban acomodarse. En los primeros cincuenta minutos del partido nada estaba escrito, y la sensación que provocaban la rapidez de los argentinos es que podían desmoronar la fragilidad defensiva blaugrana.
Pero jugar contra tres de los más fantásticos jugadores que hoy tenemos la suerte de admirar tiene un costo alto casi siempre. Conectados Messi, Neymar e Iniesta, no hay equipo que se resista. Y River se derrumbó contra la máquina: Mascherano revivió en la defensa; Busquets, pese a la fragilidad física, le compite con fuerza a cualquiera y les gana a todos en astucia; Iniesta, mago del balón; Neymar provocando jugadas monumentales y exhibiendo la precariedad de un sucio Mercado, mientras Messi volvió a ser el mismo que parte de la mitad de su campo para un slalom que solo pudieron detener a patadas. Adelante, el uruguayo Luis Suárez falla una o dos oportunidades, pero no deja de hacer goles impresionantes, esta vez con la cabeza.
Tres cero, pero fácilmente pudo ser un marcador de partido de tenis: 6-1, 6-0. Fue el triunfo del fútbol, remató en su nota El País.
A las 6.25 volví a la cama, un poco frustrado por no poder cantar los goles para no despertar a la familia, solo con el desagradable sabor de la narración que recetó Fox Sports. Frotándome los ojos de contento, seguro de que estamos viendo un puñado de futbolistas que aparecerán en los libros de historia de este deporte, cuando hayan pasado muchos años. Un equipo legendario ya.