Pasé la tarde revisando datos recientes del Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social, CONEVAL, el organismo oficial encargado de la medición de pobreza. La semana pasada publicó un reporte con la evolución de la pobreza entre 2008 y 2018, en el país y en las entidades.
La sensación después del repaso numérico es agridulce: por un lado, diseñó una metodología para comprender las múltiples dimensiones de la pobreza (ingresos económicos de la familia, acceso a educación básica, servicios de salud, alimentación, calidad de la vivienda, servicios de la vivienda…), que, nos dicen, es referente mundial; por otro, la cara oscura, la cantidad enorme de personas que habitan en los territorios de la pobreza y la miseria es una bofetada a las políticas gubernamentales.
Buscaba, en particular, la evolución de la pobreza en Colima. Las cifras no alientan, aunque se aprecia una disminución en las tendencias de la pobreza y la miseria. En 2018, en Colima había 235 mil habitantes en pobreza, una tercera parte de la población; y en la pobreza extrema, 18 mil habitantes.
Mi foco, como cabe suponerse, es lo educativo. Y las evidencias son contundentes: hay una correlación entre pobreza y resultados de aprendizaje o posibilidades de concretar el derecho a la educación. Los pobres pueden ser educados, por supuesto, pero se necesita una pedagogía, y no solo becas y apoyos asistenciales. ¿Podremos entenderlo en los próximos años? Nosotros, pero, sobre todo, los otros, los responsables de la acción pública.