Ayer llegamos temprano al hotel en calle Madero, corazón de la Ciudad de México. Debíamos aguantar cuatro horas para tener la habitación; el lobby no era un sitio amplio ni agradable para tan larga espera. La Feria del Libro también estaba cerrada, así que opté por caminar las calles aledañas. Salí con mi mochila en la espalda, como si estuviera en mi ciudad y mis calles, y anduve de un lado para otro, sin destino. Perdí la noción del reloj. El edificio de Bellas Artes apareció de pronto, paré en la esquina, un espectáculo masivo callejero, y enfilé hacia la Alameda. Reconocí sitios y descubrí nuevos, solo cuidándome de no chocar con los transeúntes raudos. Una voz femenina me tiró de la nube: ¿Asesoría jurídica?, o algo así me preguntó solícita. La miré sorprendido, moví la cabeza negando su petición y la tarjeta. A la izquierda me atrajo una multitud de uniformes escolares. Poco dado a las masas, esta vez mis zapatos me llevaron curiosos. Era el Museo Memoria y Tolerancia. Había pasado antes pero nunca tuve interés. Observé la pantalla del teléfono: las 12. Faltaban por lo menos dos horas, así que pensé en matar el tiempo en ese sitio y detener la caminata extraviada. En el acceso a las taquillas una empleada me detuvo para explicarme las opciones. Elegí una con audio para evitarme la lectura y hacerla más relajada. Las filas para comprar boletos, recibir audífonos y paquetería eran considerables, pero fluían rápido. Me formé donde indicaron y fui el primero en subir al quinto piso, inicio del recorrido. Según la guía, dos horas era el tiempo previsto; el tiempo justo que quería perder. Ecuación perfecta. La sala de bienvenida son pantallas en las paredes y un enjambre en el centro, en tres niveles de subtitulado: el primero en español, segundo en inglés, tercero en francés. Escuché atento y traté de leer en francés. La visita comenzó; oprimí la lección 101, y empecé la ruta. La primera de las dos áreas del Museo está dedicada a la memoria; la segunda, a exaltar la riqueza de la diversidad. La primera me dejó los ojos irritados desde las salas iniciales en el horrendo siglo XX vivido en la materia: la lección nazi es espeluznante, por las imágenes, las cifras mortales, los textos que inevitablemente leí sin apagar audífonos. Me impresionaron muchas salas, pero me conmoví cuando entré en el vagón de madera en que trasladaba a los judíos a los campos de concentración. Ahí me quedé, escuchando las voces, o imaginándolas, la desesperación y desesperanza, la perversidad de aquellas mentes torcidas que conviene recordar siempre, aunque las lecciones nunca fueron suficientes, como lo constatan el resto de las salas, con los genocidios en África, Europa, Asia y América.
Hoy por la mañana, con un frío intenso, estuvimos parados en el autocar antes de tomar el avión. Con las puertas cerradas, medio hacinados, los vidrios empañados, el calor empezó a desesperarnos; entonces recordé aquel vagón de la muerte, respiré hondo y aguanté sin chistar los minutos restantes hasta que encendieron las luces y ordenaron ascender de cinco en cinco. Aquellas imágenes de ayer, 24 horas después, siguen danzando en mi cabeza.
Rosario
Que valiente, caminar dolo tarde por la cd de México, saludos cordiales