No todos los días uno puede gritar al viento que terminó de escribir un libro, un proyecto o manuscrito que aspira a convertirse en tal. Pues eso, que terminé, puedo afirmarlo ahora con alegría tímida. “Mi vida en el Instituto”, se llama. Nació el 21 de diciembre del año pasado, mientras limpiaba mi estudio y preparaba la mesa de trabajo donde corregiría otro libro que aguarda ya muchos meses a que llegue la hora de las correcciones finales. Absorto en la tarea doméstica, como un rayo se clavó en alguna parte la idea terca de que valía la pena reflexionar sobre los treinta y tantos meses que había pasado en el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación. Empecé esa misma noche y cuando creí que estaban escritas las últimas páginas, en febrero pasado, recibí una llamada que me ofrecía reincorporarme al Instituto. Acepté y dejé en pausa el manuscrito. La nueva aventura fue corta por mi voluntad, reacia a abandonar Colima para instalarse en Ciudad de México indefinida e inciertamente. El 1 de junio corté la relación con el organismo que había sustituido al INEE y esperé el momento de escribir un epílogo definitivo.
Ayer fue el día. Tres páginas, que no son las mejores del libro, emergieron del pozo de las ideas. Con ellas el libro salió a las manos del corrector de estilo y volverán pronto, espero, para preparar la edición en formato electrónico y de distribución gratuita como lo pensé desde el principio. Por lo pronto, hoy estoy en una fiesta pacífica e individual, sin estridencias, con apenas un poco de tequila y un puñado de recuerdos, en una noche fresca, invadida de olores nostálgicos.