Anoche hablé con Mariana Belén y le pregunté a qué hora teníamos que despertar para sus clases en línea. A las 8, me dijo, a las 8 comenzamos. ¡Anotado! Llegué a la cama cansado y sin mucho ánimo de leer. Apenas un par de páginas de Mark Twain y abandoné la dimensión de la realidad que nunca me pareció más irreal.
Por el calor, por el temor del coronavirus o alguna extraña desazón, tuve un sueño. Los sueños, no tienen por qué saberlo ni debería contarlo, son una especie en extinción para mí. Pero soñé y fue muy grato. Soñé que el país, el sistema educativo o las autoridades correspondientes, tomaban una gran decisión frente a la parálisis que tiene a muchos entre la desesperación, el temor y la irritación, y a otros, como yo, disfrutando con esta vida que parece idílica, si no fuera porque en cada momento nos podríamos estar jugando la piel.
El sueño era del mundo pedagógico. Es sencillo de contar. Las escuelas en México, atrasados en su incorporación al mundo virtual pedían opiniones a las familias y a los estudiantes. ¿Cómo? A través del whatsapp, de Facebook… Y las familias opinaban. Sí, por primera vez en serio las familias opinaban cómo haríamos todos, escuelas, autoridades, maestros, padres y estudiantes, para diseñar las estrategias que nos permitieran salvar la contingencia con acierto, aprendiendo sin fastidiarnos la vida mutuamente. ¡Fue un lindo muy lindo sueño!
Cuando desperté, todavía paladeándolo, preparé mi bebida caliente con limón, como hago todas las mañanas, luego vine a mi correo electrónico y encontré el mensaje con los horarios escolares impecablemente diseñados para Mariana. Entonces, solo entonces, pensé que vale la pena seguir soñando ese sueño.