Anoche, luego de terminar la tarea autoimpuesta, busqué sin interés concreto algo en Netflix. Juan Carlos, en un sillón, con su tableta, audífonos y Legos no atendía. Estábamos solos, cada cual en lo suyo; él sin mí, yo sin él.
Casi vencido, observé una foto de Gabriel García Márquez. Gabo, se llama la película documental. Casi 90 minutos. Calculé la hora y pensé que aguantaría sin problema el embate del sueño. Acerqué dos toronjas, mi cena, recosté el cuerpo y apreté el Play.
Habían pasado pocos minutos cuando se acercó Mariana, se sentó al lado y me hizo dos o tres preguntas sobre la pantalla; luego, silencio. El programa avanzó y ella permaneció. La vi de reojo atenta, solo de vez en cuando preguntaba cualquier cosa. El olor de la toronja le despertó las ganas y me pidió. Empezamos a comer, mirando en la misma dirección. Su hermano seguía igual, en sus diálogos íntimos.
A punto de terminar, falló internet y nos desconectó. Hablaba el amigo de Gabo, Plinio Apuleyo. En la pausa le conté a Mariana que tenía dos libros de Plinio sobre Gabo. Uno debe estar aquí, le dije. No me contuve, fui al estudio y se lo traje. Lo tomó, hizo una expresión de alegría y luego lo abrió para ojearlo. Volvimos a conectarnos y terminamos los dos minutos que faltaban, con las notas melancólicas por la muerte del Gabo.
Tal vez es el momento de que leas al Gabo; le solté el comentario. La invité a mi espacio y por primera vez, confieso con rubor, le llevé a la biblioteca casi de la mano. Aquí están todos los libros del Gabo; le mostré al fondo. Y le fui sacando uno a uno, especialmente los que aparecieron en el documental. Luego buscó alrededor, y arriba de Gabo leyó “José Saramago”.
Si la noche, la cena frugal y la peli fueron un momento especial, la visita breve al mundo de mis libros fue única. Ojalá, a partir de pronto, empiecen a desaparecer algunos de esos libros para luego, un día, sin buscarlos, descubrirlos entre los suyos.