Salgo temprano a la caminata matutina. Dejo atrás el parque donde a veces paro; habitualmente hay tantas mujeres como hombres, o más, pero hoy no salió ninguna. No a esta hora.
En el andador peatonal de Comala sí pasean mujeres, algunas, pocas, muy poquitas. Estamos casi solos, los hombres.
Salgo temprano a la facultad. Las calles fluyen como domingo temprano. No tengo dificultades para estacionarme cerca. Coloco mis audífonos y enfilo al acceso. No hay barullo, no hay chicos afuera, no camina nadie en las banquetas.
En nuestra facultad, Pedagogía, 85% de la matrícula son mujeres: su ausencia es absoluta. Las aulas están cerradas, los pasillos vacíos. Se detuvo el tiempo. No hay actividad a la vista.
Pregunto a personal de servicios si vinieron las compañeras. Detiene el movimiento de la escoba, mueve la cabeza y con una sonrisa me dice: ninguna.
Yo no quiero otro día sin mujeres en la Universidad: porque ya están con nosotros y porque empezamos a cambiar todo lo necesario, juntos.
Quiero ver mañana a las estudiantes de Pedagogía de nuevo en las aulas, pasillos y jardines. No quiero que me pidan permiso de salir antes de clase porque viven lejos, en zonas inseguras y tienen miedo.
Ojalá hoy cerremos un capítulo y mañana empecemos a escribir otro. No es fácil ni breve el camino; pero es posible y hay que apresurar el paso.