Esta tarde vi la conferencia sobre COVID-19. Hace mucho tiempo que no lo hacía. Fui asiduo, luego me cansé de la repetición de desgracias y es que, por su naturaleza, escasean (si hay) las noticias alentadoras. Ver dos o tres es suficiente, salvo situaciones extraordinarias, querer gastar las horas o admirar la presencia y oratoria del subsecretario.
Hoy dos notas me saltaron: la que esperaba, el aumento incesante de infectados registrados que, como todo mundo sabe, tiene una contabilidad deficiente e incompleta. La otra, la explicación oficial con tono pueril de los más de mil casos reportados ayer, que no se murieron ayer, sino que venían “arrastrándose” desde días o semanas.
Nadie se habrá sentido aliviado o menos mal con la explicación sesuda; bueno, supongo que sí, que muchos o muchísimos. Pero la cosa no remedia nada. Al contrario, crece la incertidumbre, porque si el país en la era de la globalización informacional y bla bla bla es incapaz de tener el conteo de sus muertos con un poco de más celeridad, entonces, ¿cuántos otros cientos o miles seguimos arrastrando y en qué momento los subirán a la estadística macabra?
Lo único que se me ocurrió pensar (es un decir) para aligerar el mal trago fue preguntarme: así como crearon el instituto para devolverle al pueblo lo robado, ¿no haría falta un instituto para devolverle certidumbre a los datos?