Terminé pronto mi comida y me queda tiempo para descansar antes de la jornada vespertina. El clima es fresco y decido salir a la plaza. Busco una banca cerca, no la mía, hasta el otro lado. Por la hora, es fácil encontrarla. Sombreada, con vista a la avenida principal. Mi ángulo me muestra escenas, personas y movimientos distintos a los matutinos. Parece otra ciudad. Pienso en Heráclito: nadie se pasea dos veces en la misma plaza con el mismo arroyo humano. Sonrío ante el desvarío.
Un griterío infantil me saca de las cavilaciones. Son dos niñas que juegan alrededor de la madre absorta en la pantalla de su celular. Tendrán 3 y 5 años, más o menos. Las veo por unos instantes correteando y vuelvo a mi mirador. Los autos amarillos de taxis inundan la avenida de un lado y otro. El silbato de un policía con guante blanco agiliza la circulación y ofrece el paso a los peatones que atraviesan la avenida.
De nuevo las niñas gritan, esta vez con júbilo. Encontraron una actividad distinta: tirar todo lo que encuentran a la fuente de la plaza. Corren como en un concurso a ver quién vacía más. Ahí van botellas, bolsas plásticas, ramas, hojas, piedras. Una y otra vez. Desconcertado, miro a la madre que sigue enfrascada en la pantalla de su celular. Seguramente mi rabia la atrae y fingiendo no verme, les grita: Cynthia, vente, que te regañan. La niña, la mayor, obediente se limpia las manos en el vestido y camina hacia la madre; la segunda, va tras ella.
Me pregunto: ¿cómo se forman mejores ciudadanos con esta clase de adultos? ¿Cómo se combate a los imbéciles? ¿Por qué la madre no explica la sinrazón del juego incorrecto de las niñas? ¿Por qué no les habla del respeto, del cuidado de lo público, de lo común? El mensaje de lo que cuento, uno de tantos, es que se vale todo, cualquier cosa, a condición de que no te pesquen y te regañen, no importa si es correcto o no, si dañas a alguien o algo.