Volví a la plaza luego de varias semanas. Una afección corporal, con recaída anímica, me alejaron de la vida mundana. Autoexilio. Con la pila apenas cargada la mente vagaba entre nubes y poco soportaba el contacto con la realidad. El mal momento parece haber quedado atrás.
El fin de semana salió el sol en el patio trasero de la casa. Este lunes creí que era hora de regresar a la oficina, al viejo y húmedo espacio donde paso los días.
Podría argüir que tengo razones para sonreír. Las tengo, sin duda. Después de cuatro exámenes médicos diferentes la doctora que analizó con minuciosidad concluyó que puedo estar tranquilo, que mi edad metabólica es una década menor a la cronológica, que los resultados de todas las pruebas no revelan enfermedades ni síntomas para alertarme, que ni parásitos anidan en el cuerpo y, tal vez, solo algunos bichos se hospeden en el estado anímico.
Agradecí tímidamente feliz y me encerré el fin de semana con el tratamiento que me indicó para mejorar el trastorno de sueño. Fue efectivo. Dos días tengo durmiendo ocho horas. Sí, tengo motivos para la alegría. Por eso llegué este lunes a la plaza.
Mientras recontaba las últimas semanas, una voz me distrajo.
-¡Volviste! Me alegra. Tu aspecto no es el mejor. Bajaste un poco de peso, pero tu cara no revela felicidad.
Escuché la voz conocida y volví la mirada al costado, donde sonreía afable.
-Volví. Tu juicio es certero. Pero ya tengo el alta médica. Puedo volver al trabajo. Y a esta plaza.
-Bueno, tendremos que valorar la condición emocional para saber si estás listo o todavía eres un peligro para la sociedad -lo dijo y, socarrón, soltó una carcajada.
-Adelante, doctor -respondí con otra sonrisa amable, agradecida de volver a la compañía singular que me proporcionaba.
-Aquí te esperábamos con paciencia. Sabía que volverías, no sé si mejor o peor, porque mi bola de cristal no funcionaba igual en época de lluvias. Exceso de humedad, supongo. Me alegra de verdad que estés de vuelta -lo dijo, y fue la primera vez que sentí la calidez de un abrazo solidario.
-Y a mí me alegra volver. Espero estar aquí todavía mucho tiempo.
-Lo estarás -dijo, y se levantó corriendo, como rayo-. Tengo que apurarme. Mi madre me espera en casa y nunca llego tarde a su desayuno.
Cuando dije “hasta pronto”, ya no escuchaba. Miré al cielo. Los rayos del sol se filtraban entre los árboles de la plaza y me enceguecieron un instante. La tibieza de la mañana calentaba los huesos y el ánimo.