Lo reconfirmé ya y no voy a alterar la rutina, hasta que no me provoque malestares en el ánimo. Es fácil la descripción. Despierto normalmente temprano. Salgo a la ventana del departamento, quinto piso, con vistas a la ciudad de Paraná, provincia de Entre Ríos. Luego de comprobar el color del cielo o que los más altos edificios de la ciudad vecina siguen allí, voy a mi mesa de trabajo o retorno a la cama libro en mano. Una hora, dos de lectura, dependiendo el interés o la agenda. A veces me acompaña un taza de café o un mate suave. Después, dos o tres horas en la revisión del documento de turno para corregir, ampliar, reescribir, o bien, en la escritura del par de cuartillas que tengo como meta para cada jornada. Cerca del mediodía, o después de la comida (almuerzo argentino), regreso a la computadora para leer las noticias y resúmenes informativos, solo entonces, para no amargar la mañana.
En matemáticas dicen que el orden de los factores no altera el producto, pero en la lectura sí, y su efecto en mi actitud es contundente: no es lo mismo leer, por ejemplo, primero a Petros Márkaris (autor del libro que leo en este momento) o Stéphane Hessel, que la misma nota refriteada en cuatro medios de Colima. No es lo mismo, ni parecido, leer a Zygmunt Bauman o Paulo Freire, de letras inteligentes y lúcidas, provocadoras del pensamiento, que las notas periodísticas que me comprueban cada día que, además de redondo, el mundo sigue ubicado en las mismas coordenadas, entre el cinismo y la desgracia, esquina con ramplonería y guerras estúpidas.