El tiempo es un bien tan preciado, que no siempre lo cuidamos como es debido. Nos abruman los compromisos, el reloj avasalla, la prisa nos dicta el impulso cardíaco. Nunca alcanzan las horas. El trabajo es inagotable.
El tiempo vivido frenéticamente es una enfermedad, diagnosticada así por un médico estadounidense hace algunos años.
Enfermos del tiempo matamos, sin piedad (sin saberlo, muchas veces), una parte de la solución, la más importante de todas: la que depende de nosotros. Enfermos del tiempo ejecutamos actividades que la agudizan, que nos asfixian.
Enfermos del tiempo por exceso de trabajo, creemos que la solución es la misma que la causa: más y más trabajo, hasta reventar el ánimo y extenuar el cuerpo.
Hace días recomendé a un grupo de colegas un libro que leía, sin otra intención que distraerlos de las jornadas laborales. La respuesta de algunos fue como un abucheo. No tenemos tiempo. Eso o algo así, tan escueto como contundente.
Suelen abundar las respuestas de ese tipo. No tenemos tiempo es un argumento casi perfecto para engañarnos. Y menos tiempo tenemos para perderlo en algo que nos distraiga, nos libre del estrés o provoque más efectivamente el sueño reparador.
Aquella respuesta inicialmente me sonrojó. ¿En verdad propuse una estupidez? Me saltó la pregunta. Puede ser. Dudé.
En todo caso, pensé después, si no tienes tiempo para vivirlo, es decir, para leer un libro, para conversar con tus hijos o tu mujer, o con quien deseas, para caminar sin sentido, para bailar o ejercitarse, para tomar una cerveza o cuatro con tus amigos, ¿para qué entonces sirve el tiempo? ¿Para seguir trabajando como un autómata programado nada más que para trabajar y trabajar y trabajar y trabajar sin reposo?
¿Tiene sentido no tener tiempo en la vida para dedicarlo a lo esencial, y el escaso dedicarlo solo a lo que imponen los relojes, las obligaciones?
Margarita
Falta energia y valor para perder el tiempo en leer, acariciar, sonreir y ponerle bigotes y lentes a los (as) estrictos de vez en cuando.