Antes de la pandemia era necesaria la mejora del sistema educativo nacional, por la magnitud de los rezagos y problemas estructurales; después de la pandemia, se volvió imperativo. ¿Quién puede estar de acuerdo con simplemente volver al estado de cosas que teníamos en 2018?
La nave educativa naufragaba en zonas críticas: el derecho a la educación estaba vedado para millones de niños y jóvenes fuera de las aulas o expulsados cada año, sobre todo en secundaria y bachillerato; la calidad de los aprendizajes constataba carencias. También había deudas con la formación, actualización y promoción de los maestros; con las condiciones precarias de infraestructura en miles de centros escolares, el insuficiente acompañamiento a las escuelas y al magisterio, entre otras.
Que el gobierno del presidente López Obrador haya propuesto la “gran transformación educativa” certifica la prioridad de mejorar la atención a los más de treinta millones de estudiantes, así como de la preparación y condiciones de dos millones de docentes en todos los niveles.
La promesa, con el paso de los años, trastabilla y en algunos momentos recula. Los grandes proyectos son torpedeados por sus propios fallos técnicos, ausencia de diagnósticos rigurosos y pésima comunicación social: la red de universidades Benito Juárez, los programas “Aprende en casa” para enfrentar la situación de emergencia por la pandemia del COVID-19, los nuevos planes de estudio y ahora los libros de texto gratuitos.
¿Quién podría negar la necesidad de cambiar el currículum? ¿De mejorar la formación de los profesores en servicio y de los nuevos docentes en las escuelas normales y de pedagogía? ¿Quién podría sostener la pertinencia de mantener los mismos libros de texto?
Las recetas que usa el gobierno para reconfigurar el sistema no son novedades en el mundo pedagógico. Mudar de una enseñanza basada en materias a otra, por áreas o campos formativos integradores, no es una invención mexicana, ni un delirio trasnochado. Es la búsqueda de la multidisciplinariedad o interdisciplinariedad, a partir de concepciones que procuran otras maneras de organización de contenidos, prácticas y formas de trabajo que no vienen del Sur. En un texto señero en la materia, “Principios básicos del currículo”, del estadounidense Ralph W. Tyler, escrito a la mitad del siglo pasado, ya se exponen las formas de organización de los cursos. Lo aprendí en licenciatura hace muchos años. Es otra visión epistemológica de los contenidos y de la construcción de la realidad y los aprendizajes. No hay novedad. La calidad del resultado es tema aparte.
La enseñanza basada en proyectos tampoco es un desliz de los hacedores del proyecto curricular en la SEP. Hace un siglo (1918) William Kilpatrick parió la idea en los Estados Unidos. El aprendizaje basado en problemas es una estrategia que comenzó en carreras de medicina de Estados Unidos y Canadá en los años sesenta del siglo 20, de aplicaciones frecuentes en las universidades mexicanas desde hace dos décadas.
Tampoco es original la denominación “Nueva Escuela Mexicana”, que nos remite a la “Escuela Nueva” del siglo 19, inspirada por una pléyade de educadores del mundo, como John Dewey (Estados Unidos), Maria Montessori (Italia), Célestin Freinet (Francia), Adolphe Ferrière (Suiza), Ovide Decroly (Bélgica), Édouard Claparède (Suiza), William Kilpatrick (Estados Unidos), Roger Cousinet (Francia) y Jean Piaget (Suiza). Nombres propios en las ciencias de la educación. Clásicos, diríamos.
Que se declare a Paulo Freire como inspirador de la reforma curricular no merece, por sí misma, descalificación. Sin duda, el pedagogo brasileño es el más trascendente de los educadores latinoamericanos en el siglo 20. Leído y releído todavía en Europa o los Estados Unidos, y no desde la arqueología. Citar entre los críticos de los libros de texto gratuitos una de sus obras primigenias y más conocidas (“Pedagogía del oprimido”), sin haberla leído, y balbucear palabras sueltas, sin contextos, es una burrada.
Estos párrafos, disculparán los especialistas, peregrinan por lugares comunes, pero sirve para colocar puntos cardinales.
Las asignaturas pendientes
No son esas apuestas conceptuales y metodológicas, para mí, lo que debería concentrar la atención, sino otros aspectos que resultan más determinantes de las posibilidades de sobrevivencia de la reforma: la comunicación entre las autoridades y docentes, pero también con la sociedad; la preparación de los docentes para enseñar con otros libros de texto y planes de estudio, sin tiempos suficientes ni acompañamientos adecuados; la decisión política de hacerlo de esa manera, por encima de legalidades y sin puentes de diálogo con sectores sociales y magisteriales, desde una opacidad inadmisible; la falta de una propuesta de evaluación y monitoreo de los cambios, tarea que tendría que realizarse no solo desde la SEP, sino en las entidades, apenas observadoras del proceso pedagógico y político, pero que deberían jugar un papel relevante.
Que los libros de texto no son sagrados, ni la única fuente de aprendizajes y del trabajo docente tendría que estar fuera de discusión. Que los profesores deben asumirse como “profesionales reflexivos” (otra idea antigua) es verdad. Que es deseable que diseñen sus planeaciones y clases a partir de los contextos y la realidad de los estudiantes no es una herejía comunista, pero, ¿tendrán los maestros el tiempo y las condiciones formativas para lograrlo antes del inicio del año lectivo? ¿Los directores están capacitados para liderar el proceso de transformación? ¿Y donde no, quién lo hará?
¿Quién evaluó y aprobó con rigor contenido y forma de los libros de texto? ¿Pueden mostrar las evidencias?
¿Están convencidos los profesores de esta reforma curricular? Habrá unos que sí, habrá otros que la rechacen, pero entonces, ¿cómo funcionarán las escuelas donde unos apoyen y otros critiquen la reforma, sobre todo, cuando el trabajo en equipo es premisa?
¿Y las escuelas privadas? Sí, esas donde los libros de texto suelen terminar en los botes de basura antes del fin de ciclo escolar, sin abrirse siquiera, porque los colegios usan ese rubro como otra fuente jugosa de ingresos y optan por los de editoriales. ¿Se ensanchará la distancia entre las privadas y las públicas?
¿Cuánto se ganará y cuánto podría perderse con la transformación repentina y radical a que convocan los libros de texto gratuitos? ¿Cuánto ganarán en aprendizajes los estudiantes? ¿Perderán otros?
¿Cuánta ingenuidad y cuánto optimismo razonable alimenta a los operadores de la reforma?
¿Cuánto dinero inyectará el gobierno federal para crear las condiciones que favorezcan un aterrizaje menos turbulento de la reforma curricular y de los libros en las escuelas? ¿Con pura voluntad?
El federalismo educativo también se coloca entre signos de interrogación. La coherencia gubernamental está en juego. ¿Tendrá la educación las mismas prioridades que los megaproyectos del sexenio? ¿En $erio o sólo en demagogia?
Un asunto toral es la incapacidad lectoescritora de muchos niños. Aunque no sean gratas las pruebas internacionales y nacionales conocidas, los datos inquietan. Un gran porcentaje de niños y adolescentes tiene dificultades severas de comprensión lectora. En la medida que los nuevos libros prometen una actividad más autónoma de los estudiantes, ¿cómo paliar aquellas deficiencias?
¿Cómo traducir en los proyectos del nuevo plan de estudios las matemáticas y la lectoescrita como ejes tranversales?
Estos son, a mi juicio, aspectos que ameritan la mayor atención y discusiones sin oídos sordos, porque de ellos depende la longevidad de la reforma.
En la medida que haya respuestas prácticas y coherentes a esas y otras interrogantes, tendremos un proyecto que avance o una tumba más en el panteón de las reformas infecundas.