El 24 de septiembre presentamos en Colima el libro Paisajes de azúcar, de Tanya Covarrubias y Cristóbal Barreto, obra visualmente impecable de Puertabierta Editores, que se completa con ilustraciones de Ana Victoria Padilla y traducción al náhuatl de Edgar Meza.
A continuación, les comparto fragmentos del texto que escribí como introducción y, por supuesto, la invitación para disfrutarlo.
I. Este libro es una caña de azúcar robusta y dulce. La caña más alta en el cañaveral. Porque se cultivó con pasión y porque tiene necesidad de ser escuchada, o viceversa. Sí, este libro se escucha, aunque parezca inaudible, porque cuando paseas los ojos por sus páginas de textos sencillos y breves, en dos lenguas, la música se enciende en alguna parte del libro y del lector.
Es como el canto que producen las hojas de las cañas en los atardeceres otoñales en mi pueblo, el pueblo colimense del azúcar. Parece imperceptible, pero se cuela entre las ventanas, como el tizne o el frío decembrino. Porque no se puede dejar de escuchar. Porque los paisajes que retrata, de unos pequeños, más pequeños de estatura por su genética y condición alimentaria, nos impelen a abrir los ojos grandes para mirarles.
Así nació Paisajes de azúcar, con niñas y niños llegados a Colima de Chiapas, Guerrero, Oaxaca y Veracruz en 2016. Proyecto literario, escribe Tanya Covarrubias, pero la definición es modesta. Es literario, pero más que literario. Mezcla música, danza, gimnasia, juego, dibujo, pintura, fotografía, artesanía, teatro, pedagogía.
II. En 2017 las Naciones Unidas estimaban que poco más de 36 millones de niños, niñas y adolescentes migraban por el mundo; dos terceras partes de ellos en las regiones menos desarrolladas. Uno de cada cinco migrantes en el planeta son menores de edad. Su invisible presencia abruma, es una sombra en la sociedad del conocimiento y la opulencia.
Para 2016 la Secretaría de Educación Pública calculaba entre 279 y 326 mil el número de niñas, niños y adolescentes hijos de jornaleros agrícolas migrantes. No son un número estadísticamente significativo, si lo contrastamos con los más de 35 millones de estudiantes del Sistema Educativo Nacional, pero cada uno es una persona, un ciudadano en potencia con derechos humanos y constitucionales a cursar hasta la educación superior, pero que, minimizados, reciben escasa atención.
Sus presencias infantiles, además, se difuminan al interior de las grandes corrientes de migrantes adultos, en México y América Latina, porque prevalece un modelo adultocéntrico, que se olvida de los menores, sus derechos, presente y futuro.
Los niños migrantes mexicanos, hijos de jornaleros agrícolas, indígenas, pobres entre los pobres, tienen derecho a pasar lista en la historia y sentarse en la fila principal. Existen. Son. Aquí están. Nos observan y cuando nos observan existimos.
III. Cristóbal y Tanya, Tanya y Cristóbal educan desde la ternura, la pasión y el compromiso. Hacen carne aquella expresión que aprendí con un viejo y querido profesor sevillano, Juan Miguel Batalloso: enseñamos con la sangre, con las entrañas, con el cuerpo todo. Las palabras pueden seducir un instante, pero se desvanecen sin la argamasa del ejemplo y la coherencia.
Es prometeica la finalidad: “hacer visibles su condición, sus formas, su palabra”. Casi imposible sin políticas, sin presupuestos, sin estados atentos y ciudadanía sensible. En esas mismas escuelas que visitaron ellos, supe por las maestras que todos los niños de una escuela primaria ya habían trabajado a los siete u once años. Incrédulo, repetí y me desafiaron: ¡pregúntale al que quieras! Todos ya fueron al campo, todos manejan un machete, una guadaña, una caja para las zarzamoras.
Esos son los protagonistas de estas historias llenas de vida. Aunque más que un libro, tendríamos que inventar un nuevo artefacto que reúna todo lo que late en él: música, arte, artesanía, movimiento, palabras, videos, fotografía, ojos negros, libritos hechos con manos tiznadas del niño jornalero, olores, paisajes, el Volcán de Fuego.
A diferencia de las clases en el salón, en un edificio de concreto o un vagón acondicionado como aula, donde el movimiento corporal está constreñido por los espacios y el mobiliario, los niños y niñas de azúcar tienen un remanso en maestras excepcionales y en el proyecto Paisajes de azúcar. Allí no tienen techo ni paredes, aprenden moviéndose, estirando las manos, ejecutando piruetas en el piso de la mano de Tanya en modo circense, mientras Cristóbal, abajo del guayabo, improvisa rimas con la guitarra.
Los niños y niñas de azúcar se educan en y desde el asombro, como propone Catherine L’Ecuyer. Explotan la creatividad en una escuela amable y creativa, como demostró Loris Malaguzzi al fundar Reggio Emilia en Italia, un proyecto que tendría que ser más leído, conocido y copiado con ingenio.
En las escuelas migrantes donde habita el proyecto de las niñas y niños de azúcar, a través de actividades lúdicas, se propician aprendizajes vitales: de sí mismos, de su cuerpo, de su confianza, de su libertad, de su miedo a expresarse en lengua materna.
Los textos de este libro surgieron del asombro, de la emoción, del recuerdo que acompañaba el silencio en la vuelta a casa, en la mañana o noche siguiente. Son testimonio, prolongación del asombro, instantánea juguetona con letras danzarinas. Así, es imposible no caer seducido por las palabras que danzan en las páginas.
Pero no hay historias color de rosa. El libro es denuncia sutil, hija de la palabra más potente, inspirada por la realidad y pintada de belleza. Es pedagógico en ese sentido, porque la pedagogía se construye en el bucle que forman la denuncia y el anuncio. Es revisión de lo que sucede y de condiciones que deberían ser inadmisible en un país democrático.
Disfruté emocionado leyendo el libro. Disfruté escribiendo estos párrafos. Soy deudor múltiple.
Gracias a Tanya Covarrubias y Cristóbal Barreto por invitarme a subir a una estación de su viaje.