La madrugada del miércoles me despertaron las sirenas policíacas. No es la primera vez. No soy el único. Hace más de 40 días comenzamos esta oleada de terror y violencia.
Por la mañana, las noticias anunciaban nuevos ataques, otros cuerpos encontrados, más violencia en la geografía colimense. Algún medio, con propósito incierto, informa que un auto con restos humanos estaba cerca de una escuela.
Las cifras de muertos durante el inquietante año cimbran. No hay manera de disfrazar el espanto.
La violencia no nació en 2022, pero su gravedad es inocultable e injustificable.
Compañeros del oficio, con regularidad, desde otras entidades me preguntan por la situación local, cuentan lo que vivieron en sus estados. Solidarios, expresan buenos deseos para que este desquiciamiento de la paz terminé pronto.
Quisiera ser optimista, pero cuesta encontrar argumentos que eludan la ingenuidad.
Nos estamos acostumbrando a los militares en las calles, a las patrullas, al ruido de las balas, a los enfrentamientos, a la nota roja, a las imágenes violentas.
Estamos interiorizando el temor e incertidumbre.
La zozobra podría anestesiarnos si esto persiste.
Estamos perdiendo la batalla de la cordura.
Las noches pandémicas nos dejaron marcas de insomnio y cansancio.
Las noches de violencia agudizan nuestra indefensión ciudadana.
Cuando el mapa mexicano parece dejar atrás el semáforo epidemiológico, de uso dubitativo, ahora enfilamos a otro de violencia.
¿Habrá una salida próxima de esta autopista de muerte que recorremos veloces?
¿Tiene salida el túnel? ¿Qué nos corresponde a los ciudadanos? ¿Qué nos toca, desde la educación?
¿Qué marcas dejará este capítulo en las historias personales de los niños que hoy van a la escuela?
¿Es la mejor sociedad que pudimos edificarles?