I. En la conversación con un argentino el tema del fútbol es tan imprescindible como el pan o el vino en su mesa. Aquel mediodía, conversando con Miguel Irigoyen, decano de la Facultad de Arquitectura y Diseño de la Universidad Nacional del Litoral, tocamos el punto de las selecciones nacionales. Puros lugares comunes: que la delantera de Argentina es de las más poderosas del planeta, que si Messi está conectado será difícil que alguien los detenga, que “chiquito” Romero no es su mejor portero, que la defensa argentina es la debilidad más notoria. De México le confesé las dudas que ya entonces despertaba y las dificultades para clasificarse. Él, por amabilidad o por qué sí, me contó que le gustaba ver la liga mexicana, que era de buen nivel y conocía algunos de nuestros equipos. Sólo tienen un problema que cuando resuelvan, me dijo enfático, los pondrá en otro nivel: todavía son un poco ingenuos, les falta lo que abunda en estos pagos; no son cancheros, remató. Ese ángulo de nuestra debilidad no le había visto tan claramente como ese día, comiendo ya el postre típico de muchos hogares en Santa Fe. El partido de este domingo entre Holanda y México confirmó el carácter de verdad absoluta de lo dicho por mi colega y amigo arquitecto. Faltó oficio y sobró ingenuidad en la cancha y en la dirección técnica.
II. Juan Carlos y Mariana se aprestaron para ver el partido y con diligente obediencia estuvieron a tiempo para salir al cine y ver el encuentro México-Holanda. La expectación inicial, las emociones y el bullicio en el preámbulo fueron dando paso, en su actitud, a un cierto tedio que sólo rompieron las palomitas y los dulces. El segundo tiempo arrancó mejor para los verdes, como ya se sabe, y el ambiente de la sala fue creciendo en sonoridad hasta acompañar los gritos en el estadio al portero holandés. Los goles naranjas en las postrimerías mataron el momento que parecía mágico en esa sala, y en buena parte del país. La frustración popular al término del choque y durante la salida estaba impregnada de una mezcla de sentimientos de la rabia a la incredulidad.
Las horas de la tarde en casa pasaron frente a la televisión, hasta que Juan Carlos recordó que el fútbol sigue siendo lo de hoy. Me dijo que quería ponerse su camisa de Argentina y jugar un partido. Le dije que no, que la usaríamos el martes cuando viéramos a Argentina, que se pusiera otra. Insistió tímidamente y luego salió de la sala con los hombros caídos y el gesto de la tristeza, como los mexicanos en la cancha de Fortaleza. Lo regresé y le dije que sí, que le pondría la camiseta y jugaríamos los dos. Su rostro cambió en un segundo. La tele se quedó encendida y solitaria. Nosotros pusimos la pequeña portería y comenzamos nuestro partido. El marcador fue aplastante a su favor. 5 a 2, contó. Las risas de gozo y los gritos cuando anotaba un gol me hicieron recordar que eso es el fútbol también: la espontánea alegría del juego, la libertad para elegir el estado de ánimo o la sonrisa estruendosa e ingenua de un niño que no se deja derrotar por un par de goles o una desolación colectiva caminando a tu lado.