En la perspectiva de integrarme a un equipo que preparará un posgrado dirigido a docentes o egresados de carreras de pedagogía y ciencias de la educación, varias preguntas e inquietudes me provocaron perplejidad, especialmente instigadas por las lecturas que ahora realizo sobre algunos de los más conspicuos creadores de la teoría pedagógica.
En principio me dije: ¡cuánta arrogancia en quienes pretenden, pretendemos (no solo en Colima) diseñar un proyecto formativo sin el conocimiento preciso del contexto del cual proceden o al cual se dirigirán nuestros probables egresados! No pude dejar de recordar el programa de capacitación docente en competencias, impulsado por el gobierno federal, mediante el cual instituciones y personas, sin conocimiento de la problemática del bachillerato, “formaron” profesores de ese nivel. ¡Cuánta arrogancia y cuánta irresponsabilidad!
Tampoco pude dejar de recordar a Ovide Decroly (no precisamente mi modelo pedagógico) cuando se quejaba e interrogaba diciendo, palabras más palabras menos, si nuestros hijos, aquello que decimos tanto amar, no merecerían ser formados por mejores profesores. ¡Cuánta razón le asiste, 90 años después, al eminente médico y educador belga! Y no quiero ahondar en la información que tengo sobre cómo se ingresa a las escuelas normales mexicanas, o cómo se consiguen horas en las escuelas secundarias por los otros “mecanismos”, los que no se presumen en la SEP.
Regreso al hilo. Decía que es un despropósito, un gesto de escasa probidad diseñar un posgrado para maestros en servicio o egresados de carreras de pedagogía y ciencias de la educación sin conocer, por ejemplo, el mundo real de la escuela secundaria o de los bachilleratos, o ignorar los planes de estudio, los perfiles profesionales de los profesores, las condiciones de vida de muchos de los jóvenes y adolescentes que asisten a esos traumáticos periodos escolares, que expulsan cada año nada más y nada menos que un millón cien mil alumnos, según cifras del anterior equipo de la SEP. Un despropósito, una irresponsabilidad, un buen negocio en las instituciones privadas, un poco de todo eso, pero así es como se fraguan, me temo, muchos de los posgrados en este país.
No pienso que Argentina sea el modelo educativo al que deberíamos mirar los mexicanos, pero sí pude conocer algunas de sus prácticas, por ejemplo, la rigurosidad y el nivel de compromiso de estudiantes y profesores en los posgrados; claro, en primer lugar, las exigencias legales y políticas al respecto: allá no se pueden abrir programas de posgrado sin la evaluación estricta de una instancia ajena a la universidad; acá, en cambio, muchos de los maestros de las universidades públicas cursan posgrados (doctorados patito de instituciones patito) para venir a pavonearse de su doctorado, mientras los gobiernos, federal y estatal, aplauden la elevación de los promedios de escolaridad con base en esas farsas, al mismo tiempo que aumenta el número de analfabetos. Y esa evaluación seria pasa, entre otros criterios, pero principalmente, por contar con una solvente planta de profesores, avalada no por entelequias como las inventadas en México.
¿Será muy complicado que podamos hacerlo así en México? Ojo. No digo: como en Estados Unidos o Finlandia; digo: como en Argentina.
¿No merecen nuestros hijos, aquellos que tanto decimos amar, mejores profesores, formados en mejores escuelas, con mejores formadores de profesores?
¿No estuvo bueno ya de jugar a la escuelita?