Desperté temprano y, sin haberlo planeado, salí a caminar al andador otrora habitual. El cielo todavía estaba oscuro cuando comencé. Creí que el paseo sería en solitario, pero de nuevo erré. Otras personas, pocas, ya transpiraban. Clima fresco, húmedo, agradable. La única molestia: los faros de los autos ametrallando los ojos. Después de los meses en confinamiento, estas caminatas son una bocanada de libertad que oxigena pulmones y despierta alegrías casi infantiles. Me gustaría hacerlas como antes de la pandemia, pero me inquieta la aglomeración que llegará en la próxima hora. Podré hacerlo a cuentagotas, cuando el clima, el sueño y la sensatez lo aconsejen, mientras, a disfrutarlas como bocado para el hambriento.
Cerca de la mitad del itinerario un olor me distrajo de las divagaciones. Guayabas. La penetrante fragancia de las guayabas se me clavó en la nariz y la memoria. Mientras buscaba entre las sombras la fuente, pude observar las bolas maduras en el tapete del suelo y algunas amarillas colgando entre el frondoso ramaje. Seguí el paso de los recuerdos que se desgranaban en una vorágine perdida en algún rincón del pasado familiar.
Regresé muchos años. Entré a casa de mi abuelo materno, Salvador, directo al patio trasero, el corral, como decíamos en el pueblo, donde florecían guayabas, limas, limas chichonas y una granada que, tacaña, ofrendaba pocas delicias. Esas incursiones en los años finales de la primaria están selladas con el dulce sabor de las guayabas de distintas variedades y su olor, ese exuberante aroma que perfumó el libro que conversó Gabriel García Márquez y escribió su amigo, Plinio Apuleyo Mendoza.