Después de concluir los proyectos marcados para este año, abro una pausa en el trajín. Ni ellos están totalmente terminados, ni yo puedo seguir sin descanso. Reposarán días o semanas, luego volverán a la pantalla; con suerte, tendré algunas notas, nuevas ideas o interrogantes para la siguiente versión.
En la revisión encontraré detalles inadvertidos. Las tijeras de la poda, afiladas por el receso, se encargarán de adelgazar las palabras que abulten la redacción.
En la pausa toca no pensar casi nada en ellos, aunque un pasaje en la lectura, por alguna extraña asociación, podría conectarse internamente y obligarme a tomar las hojas media carta siempre a la mano y la pluma de punto fino para garabatear la idea, transcribir la cita o desarrollar uno o dos párrafos.
Toca cerrar las ventanas al trabajo. Leer sí, todos los días y todo lo posible. Leer algún libro especial, o dos al mismo tiempo. Toca distraerse. Y toca, inevitablemente, el recuento de lo que sucedió este terrible año plagado de muerte, dolor y sufrimiento.
Es tiempo, sobre todo, de mirarse al espejo y descubrir las nuevas experiencias y arrugas, también las sonrisas y personas que alegraron los doce meses previos. Es tiempo de balances. De gratitudes e, inevitablemente, algunas tristezas. De valorar la vida, nada más.