La mañana es fría. 14 grados marca el auto cuando desciendo en la plaza. Camino lento a la banca, que me hace brincar apenas pongo las nalgas. No tengo opción. Me siento de a poquito y espero que funcione rápido la calefacción trasera interna.
Resignado destapo el termo de café para un trago. Lo reservo para la oficina; hoy hago excepción.
Mi consumo de café se redujo en los años recientes, en la misma medida que crecieron dos placeres pequeños e íntimos. Prepararlo en casa y tomarlo lento, después de aspirar el humo en el termo o al vaciarlo en la taza.
La preparación es artesanal. Auténtico café de olla, de una vieja olla que uso hace muchos años sólo para el café y que representa el más preciado de los utensilios en la cocina. Sin prisa coloco el agua, enciendo el fuego. Nerónico, embobado observo el azul de la llama. Espero paciente a que la intuición me indique el momento preciso de vaciarle cuatro cucharas de café para dos tazas. Luego, lo dejo reposar otros minutos, mientras armo el sándwich de cada mañana. Reposado lo suficiente, lo cuelo con cuidado para aprovechar cada gota. La pequeña cocina se llena de los olores de la bebida y los sentidos funcionan a tope.
El segundo placer me lo regala el momento de abrir el termo azul. Aspiro profundo, las papilas salivan y despacio, evitando quemaduras, disfruto el aroma. El mundo desaparece por unos instantes. La banca en la plaza se calentó y los chiquillos empiezan el desfile a la escuela de la mano de sus mamás.
La vida ordinaria comienza ahora.