Mañana fresca, más agradable que las anteriores. La banca no me expulsa. Con el libro al lado, observó el desfile cotidiano de mujeres y hombres. Desde mi condición invisible soy privilegiado. Su prisa y mi discreción son dueto armónico.

Podría afirmar que esta es la repetición de muchas mañanas. Tráfico continuo pero silencioso, excepto por el desquiciado que sube el sonido de su camioneta casi hasta reventarnos los oídos. Por suerte, pasa fugaz.

Una pareja a lo lejos me resulta familiar. Creo. Un hombre y una mujer caminan lentos, él casi arrastra los pies, la cabeza gacha. Ella lo sostiene del brazo derecho. Ambos son grandes. Los dejo avanzar y observo al otro lado de la avenida. Absorto, abro el libro que me acompaña y busco la última página leída. El buenos días que escucho es para mi; lo sé por la dirección de las voces y el tono. Son amigos viejos, viejos amigos. Me levanto para saludarlos. Intercambiamos palabras amistosas. Me alegra verlos, aunque el gesto en el rostro de mi amigo no tiene buena pinta.

-¿Qué te pasa? Le pregunto.
-Aquí andamos, ya es ganancia.
-Anda mal, refuta ella. No se cuida y los doctores ya le dijeron que tiene problemas y pueden complicarse.

No sé qué decirles. No reacciono fácil a las palabras del diagnóstico.
-Tenemos que hacerle más estudios, pero fuimos al Seguro y no sirve el aparato para que le hagan la tomografía. Que volvamos la siguiente semana.

La sangre me sube. Me enfada la declaración de ella. Él asiente, silencioso.
-Tienes que cuidarte. Todavía hay mucha vida. Sólo eso acierto a decirle.
-Regáñalo. Dice la esposa. Creo que a ti te hace más caso; afirma.
Reímos todos.
-No lo creo. No vivo con él, pero ojalá que sí te cuides.

Nos despedimos. Ellos siguen su camino. Yo recojo mi libro y enfilo a la cafetería. Me acuerdo de las declaraciones presidenciales sobre nuestro sistema de salud, enfermo de incompetencia y demagogia. Lamento la condición de mi viejo amigo.