Los sábados aprovecho las mañanas para tareas imposibles en la semana. Hoy toca mantenimiento al auto. Pedí una de las citas primeras y llego puntual. Me atienden de inmediato, hacen las revisiones correspondientes y me indican que en dos horas tendré el coche listo. Calculaba más tiempo; dudo si volver a casa y regresar, porque los traslados me consumirán por lo menos una hora. No traje un libro conmigo, y en ello podría distraerme. Un ruido me aturde en la calle y volteo a la causa. Es un camión de transporte público. Ruta, le llaman en la ciudad. No pienso. Actúo rápido. Apenas alcanzo a trepar en el escalón cuando el camión arranca con su escándalo externo e interno. No sé cuánto se paga. Cuando pregunto, el chofer me mira con mezcla de desconcierto y curiosidad. ¿Cuánto es? Le repito la pregunta. ¿A dónde vas? Repregunta. No sé. Su respuesta es una mirada que interpreto como: “no chingues”. Le doy un billete de cincuenta pesos y me regresa el cambio. No me dice nada directo, aunque lo escucho hablando al volante de su destartalado camión; creo que se acordó de mi madre inocente.
Trastabillando voy a la parte trasera. Busco un asiento. Sobran, porque viaja semivacío. Me siento en la penúltima fila, en la ventanilla, y empiezo a mirar el paisaje. En dos o tres calles vira a la derecha y entra en zona desconocida para mí. Curioso observo a ambos lados. En la primera parada busco en la señalética los nombres de la calle y colonia. Han pasado tanto tiempo que las consumió la corrosión. Se lee nada. El zigzag de una calle tras otra me condujo a otra ciudad. Observo todo. Un hombre atiende a una vaca mientras tres chivos (¿o chivas?) lo vigilan, o esperan su comida. Quizá sintiendo la mirada, el hombre, de camisa azul marino, panza volcánica, voltea a la ventanilla y con cara de pocos amigos lanza la que parece una segunda mentada de madre. Es temprano para tanto, me digo. ¡No, por favor!
Ante mis ojos sorprendidos desfilan tienditas en cada esquina, puestos callejeros de tacos que funcionarán por la noche, de asada, de res, de chorizo, de lengua, de labio, de cabeza, de carnaza, con salsa roja o verde, de 3 por 20 pesos, con refresco incluido, con agua fresca, con frijoles gratis. Enfrente hay hamburguesas y hot dogs buenos y baratos, dice el letrero escrito a mano con letra reprobada. La competencia de la mercadotecnia es feroz: “acá, los más mamalones” se lleva la medalla, digo sin duda. Los perros son también vecinos numerosos. Las calles desoladas me inquietan. Los continuos brincos del viejo camión en calles sembradas de baches provocan un choque de mis rodillas contra el asiento delantero. Esta vez la mentada de madre sale de mi boca. 1-2 el marcador.
Pasaron 48 minutos. La exploración por las colonias me distrajo de los pasajeros. Antes eran pocos, ahora menos. Atrás de mí una pareja, adelante algunos mayores. Tengo los ojos repletos de imágenes. Una calle lejana de mi destino, que ignoro, resulta familiar. Es hora de bajarme, digo. Tengo setenta y dos minutos para volver. Dudo en abordar otro sube y baja de experiencias. Cruzo la avenida. Volteo en el sentido de la calle. Una ruta, también vieja, más destartalada, aparece a lo lejos. Me gustó la montaña rusa por esta ciudad que desconozco. Sonrío. Tal vez trepe de nuevo.