Cada vez duermo menos, pero cada noche disfruto más el encuentro con la almohada. El insomnio es visitante nocturno reincidente. Llega sigiloso, casi siempre a las mismas horas: 3:34, 4:34, 3:43… Las razones de la extraña coincidencia las ignoro, tampoco me interesan. En ocasiones me despierta un dolor estomacal o ganas de orinar y tengo que levantarme al baño. Ocurre poco, por suerte. La mayoría de las ocasiones encuentro pronto el sendero al sueño. Cuando no, y me desespero, enciendo la luz para leer. A veces sueño. A veces no.
No soy una caricatura de Funes el memorioso, rey borgiano de los insomnes, pero la noche cada vez me gusta más en posición horizontal. Es un pretexto maravilloso para la imaginación: persigo imágenes entre las sombras del techo o las paredes, adivino las olas que se forman en las cortinas movidas por el viento o escucho en el silencio tratando de descubrir por dónde caminan las hormigas que todas las noches me dejan rastros en el suelo, como para perseguirlas hasta encontrarlas y aniquilarlas, pero no atiendo a sus provocaciones y las dejo, mientras se mantengan lejos de la cama o del cepillo dental.
Dicen que los hombres (supongo que también las mujeres) entre más viejos, menos duermen. Pero yo todavía no llego a esa etapa y aunque a veces despierto con algún malestar reumático en el tobillo o la rodilla, me levanto sin luces y camino sin tropiezos.
Hoy dormí poco y bien. Peor sería, eso sí sería terrible, dormir mucho y despertar cansado de dormir o soñar.