La locura se instaló esta mañana en la oficina. A la hora del desayuno los machos discutieron como si les fuera la vida en ello. El tema, por supuesto, no son las elecciones, la violencia en el estado o los nuevos candidatos. Es el fútbol. Celebraban y fustigaban la llegada de dos futbolistas a equipos mexicanos, famosos en el mundo balompédico y de los mejores en el país en este siglo. Lo sé porque también he perdido el tiempo muchas veces.
Mientras las tortas se enfriaban y las cocas se calentaban, los ánimos se encendieron. Que si uno aportará, que si el otro es un tronco, que si son unos viejos inflados, que serán un fraude… y un largo etcétera que esta vez sí me divirtió.
Como me vieron enfrascado en sus discusiones, me preguntaron una y otra vez mis opiniones. A la tercera, insistente y grosera, no tuve más remedio que responderla como merecía: que los chícharos no me gustan ni en la ensalada favorita, que el único principito que acepto es el de Saint-Exupery y que vomito en las monarquías.
Me miraron pasmados y luego, en coro fanático, me mandaron al rancho del presidente.