Llegué puntual a mi banca en la plaza. Dormí perfecto y desperté millonario de humor. 17 grados de temperatura matutina es ideal. El café exaltó mis sentidos cuando vacié las cucharadas sobre la olla caliente, su sabor es delicioso. Estoy despierto y contento desde entonces. En mi cuaderno de las mejores ideas que he leído encontré esta mañana una cita anotada hace algunos años, de Cioran: “sólo descubrimos el sabor de nuestros días cuando esquivamos la obligación de tener un destino”.
Quiero leer un poco antes de irme a la rutina ruinosa de la oficina. Me acompaña una antología de Cavafis, un libro azul que me regaló un antiguo compañero; vuelvo a él en ciertos momentos, como hago con algunos autores.
Abro al poeta griego en cualquier página, inicio la lectura. Han pasado pocos minutos cuando un ruido me alarma. Es el frenazo de un par de autos que estuvieron a punto de chocar en la esquina. No había presenciado incidente parecido. No suele ser un sitio para la velocidad alta, pero alguno de los dos conductores se habrá distraído. Bajan del auto a observar sus coches, discuten breve y terminan dándose la espalda. Sus autos quedaron a milímetros, sus insultos colisionaron. El hecho me robó la mañana idílica.
Aún faltan minutos para entrar a la oficina y no necesito pasar a la cafetería. Mi termo tiene suficiente. Con el libro entre las manos observó el tráfico. Un muchacho a velocidad desaconsejada habla con el celular. Una mujer con pelos parados lleva la mano en el volante y la otra en el teléfono. Luego más autos. Hombres, mujeres, mujeres, hombres. Y sigo viendo a la gente llamando o escribiendo con el aparato. La práctica es habitual. Cinco minutos tomo nota mentalmente de los conductores que usan el celular mientras manejan. De los 37 o 38 que pasaron, 15, por lo menos, violan el reglamento de tránsito. ¿Me sorprende? No, en lo absoluto. Quien esté limpio de pecado que coja su smartphone, para que sume un poquito de inteligencia.