Este fin de semana lo dediqué a la salud. A la salud física, preciso. Pasé por el consultorio del urólogo para el examen anual de próstata. Es casi un automatismo que al comienzo de cada año me realice algunas pruebas de laboratorio y médicas, para constatar que sigo gozando de cabal salud, como corresponde a la edad.
Con algún temor esta vez me presenté al consultorio para la prueba que en otros tiempos provocaba burlas y temores por el momento de la auscultación rectal. La cosa ya cambió, como saben los enterados, y ese bochornoso momento para muchos varones es parte de la prehistoria médica. La prueba me dejó casi exultante. Mis riñones están perfectos y la próstata como bebé.
El único momento infeliz de la jornada fue la hora de pagar los honorarios al doctor, que ganó en 20 minutos lo que yo en dos días.
El fin justifica el desembolso. La buena salud, los sabemos con los años, es un privilegio que agradezco cada mañana en que despierto sin malestares y cuando puedo subir las escaleras sin agitaciones desmedidas. Después de todo, es mejor estar vivo que no.