Mientras converso animado con el viento y las ramas que juguetean con los pájaros, una presencia me alerta. Se sienta a mi lado en la banca de la plaza. Su olor es desagradable. Apesta. Su presencia intimida. Viste harapos, el pelo revuelto, mugroso de los pies a la cabeza, de derecha a izquierda. Un par de bolsas cuelgan de sus brazos, y de ellas, asoman moscas y más mugre.
-Hola.
-Hola. Respondo sin convicción.
-¿Qué haces?
-Nada, aquí, nada más. Descansando. ¿Y tú?
-Yo vivo. Sólo eso. Vivo mientras puedo.
-Ah.
-¿Y qué haces?
-Lo que te dije. Le respondo en un tono enfadado.
No me gustan los interrogatorios, menos de desconocidos. Él sigue.
-Hace mucho que te veo aquí.
-Ah. No sé qué más decirle.
-Eres un tipo extraño. Vienes, te sientas, miras pa’ llá, pa’cá, luego vuelves a mirar. A veces lees o escribes. Sí, eres raro.
No sé qué decirle.
-¿Me viste antes? Pregunta.
-Nunca, nunca te había visto.
-Claro, soy invisible para ti. Tú crees que lo eres, pero no para mí. Yo vivo aquí y conozco a todos. Sé mucho de todos los que pasan por aquí.
Mi incomodidad se alerta.
-No te preocupes. Me dice. No soy mala persona. Y me da gusto encontrar otro loco en el parque. Así no estoy solo. Ya somos dos. Pero seremos más. Adiós.
Recoge sus cosa y se va, me deja su hedor, sobre todo, las palabras oscuras que me siguen dando vuelta muchas horas después.