El comienzo de las campañas electorales me fastidió desde las horas primeras del día uno. Lo poco que escucho en radio, camino al trabajo o de vuelta a casa, es atropellado por los mensajes de los políticos, o quizá debo decir: políticas.
Me fastidian las cantaletas. Todas. A riesgo de ser políticamente incorrecto, tengo que decirlo: si van a soltar basura semejante, da lo mismo que sean hombres o mujeres.
La única manera que encuentro de tenerlo encendido (el radio) es mudo, de lo contrario, mi bipolaridad se exacerba: una parte creyendo que vive en un mundo feliz feliz feliz, la otra, en un territorio ocupado por narcos, delincuentes, homicidios y violencia incesante. Pero hay algo peor: que los políticos, o sea, las políticas, nos ofrezcan “amor”. ¿A qué maldito genio del marketing se le ocurrió que los ciudadanos de una democracia medianamente desarrollada esperan que sus políticos y políticas les regalen amor? Lo menos que esperaría de un gobernante, del género que sea, es amor. Querría, y no puedo menos que exigir, eficiencia, capacidad técnica en su campo de decisiones, voluntad de resolver problemas graves (no todos, no exagero), celeridad en las acciones emprendidas y mucha transparencia en la información, sobre todo financiera. Si nos visita en el estado, la ciudad o la colonia alguna vez me tiene con el mismo pendiente que la suerte del brazo mutilado del tunco Maclovio.
Entre esas rimbombantes declaraciones, y la lluvia de promesas que ofrecen, llámese seguridad, becas, empleo, educación, salud, agua, la pregunta que muchos nos hacemos, y pluralizo porque la escuché más de dos veces en la oficina: ¿y con qué dinero la fulana nos va a pagar todo eso que promete?
¡Que no nos den amor, esos que prodigan promesas! No abusen de su cinismo ni de nuestro pendejismo. Que no sean peores que los anteriores ya sería un gesto de amabilidad de su parte. Con eso me conformo, ciudadano resignado.