Me desperté pensando en el otro loco de la plaza. Hace dos semanas que no está, o no lo veo. Preguntándome qué pudo pasarle, concluí que lo espantaron las campañas electorales. No ha vuelto desde entonces. Pobre tipo, lo entiendo. Haría lo mismo, si pudiera. Y esta vez sí que muero de ganas por cruzar algunas palabras con él, escuchar sus preguntas que acribillan y las opiniones sobre estos tiempos tóxicos y demagógicos. ¡Este Diógenes sin barril a la vista es un soplo de frescura!

En la oficina el ambiente se enrareció en estos días. Obvio. Nosotros dependemos de los gobiernos que vienen y van, estamos expuestos a los bailes de intereses políticos y electorales.

La gente de la oficina se divide en tres bloques: los que pretenden la continuidad de este gobierno, que no nos trató mejor ni peor que los otros; otro grupo quiere cambiar, admite que nos gobiernan cínicos y es mejor volver a donde estábamos; a decir verdad, tampoco nos trataron mejor ni peor.

En el tercer grupo, el mío, estamos los indiferentes, no los indecisos. Indiferentes porque hemos vivido gobiernos de estos y aquellos colores y sustancialmente no fueron mejores ni peores. Indiferentes porque sabemos, por lo menos yo, que, con excepciones, todos los políticos (incluidas las políticas) son iguales, o sea, peores, en consecuencia, no confiamos en milagros ni apóstoles de la democracia. Por lo menos yo. Indiferentes porque sabemos que los políticos son indiferentes a los problemas sociales, o no tienen capacidad para resolverlos. Indiferentes porque en tres o seis años, la probabilidad de estar mejor será remota, pero la de hundirnos todavía más es alta.

La única ventaja de estos tiempos electorales es que se acabaron las discusiones estridentes por el fútbol y cada uno desayuna lo suyo con los suyos, discretos todos. De una sala de fanáticos viendo un partido, pasamos a la misma sala de fanáticos, pero cuando el equipo perdió por goleada.