La mañana es fresca, de nuevo y para mi bendición. Sufro el calor y me quema las ganas de caminar o moverme. Estoy sentado en la banca. Con apetito precoz saco uno de mis dos sándwiches y abro el termo. El aroma del café, mezcla de canela, me aviva el hambre. Con cuidado, lento, desdoblo la servilleta que envuelve la comida y antes del primer bocado salivo como el perro de Pavlov. Disfruto mi desayuno como todos los días, aunque casi todos los días coma lo mismo. Cuando devoré la mitad del sándwich las migas del pan llenaron mi pantalón. Lo observo y resignado bebo un trago corto. Levanto los ojos y un barullo cercano me lleva al origen. Es un puñado de estudiantes de bachillerato. De la Universidad. No han llegado a su escuela o se escaparon. Los reconozco a lo lejos, por mi vista aguda y los colores evidentes del grupo en sus camisas. Juegan, se mueven, gritan, intentan zapearse y otros sacudirse el coscorrón. Me detengo en ellos y sin pudores sigo comiendo. Ellos no me miran. Están en lo suyo. Yo también. Me fui, pero no con ellos. Una llave invisible abrió el baúl de recuerdos. A mi cabeza vinieron los días del bachillerato, cuando llegué por primera vez al aula, tímido, con una estatura menor a la de todos mis compañeros, seguros ellos; yo con la desconfianza del mundo, sin saber dónde aterrizaba ni tampoco si me alcanzarían las capacidades para la nueva escuela. Ellas, señoritas ya, lindas algunas, otras más, ni me miraban, cuando yo me colaba discreto a la fila del fondo.

Recuerdo casi cinematográficamente ese primer día, la jornada entera, nuestras clases inaugurales, de matemáticas y literatura, los grandes maestros que entonces ya eran conocidos y me atemorizaban. Mientras en el parque los nuevos estudiantes seguían sus juegos medio infantiles, mi memoria se quedó atorada en aquel pasado, en esos primeros instantes de una etapa que marcó casi toda mi vida profesional y selló algunas de las mejores amistades.