El día que extravié la noción del reloj y la fecha, mientras leía absorto, apareció de nuevo el extraño inquilino de esta plaza pública. Súbito, como llegaba, se plantó delante y fueron las puntas de sus zapatos raídos lo primero que vi. Sin levantar la cara, saludé.
-¿Cómo estás? Dichosos los ojos que te ven.
-Nunca nadie me había recibido con esa frase que escuché muchas veces en la infancia -dijo, sin responder el saludo.
-Pues yo tampoco suelo usarla, pero me salió nomás. Ahora que lo dices, me sorprendí.
-Estoy bien -contestó, sentándose a mi lado. ¿Qué lees?
-Schopenhauer.
-¡Ah! Eres sorprendente, oficinista. Lees filosofía mientras esperas paciente el momento de entrar a tu jaula burocrática. Es buen antídoto.
No supe qué responder. Cambié la conversación.
-Te esperaba hace días, semanas ya.
-No teníamos cita. ¿O sí? -respondió, con mueca severa.
-No, pero creí que vendrías antes.
-No tengo agenda, mi memoria no guarda compromisos, a nadie le interesa una cita conmigo, ni a mí siquiera. Voy a donde apuntan mis zapatos, ellos son mi brújula cotidiana.
-¿No tienes ninguna preocupación por el tiempo?
-Yo soy yo y mi circunstancia…, aprendiz de filósofo. ¿Te acuerdas quién lo dijo? Vamos, debes saberlo.
-Lo sé, sí, Ortega y Gasset, lo aprendí en mi curso de filosofía de bachillerato.
-Aplausos, aprendiz. Me alegra que leas filosofía. Es tiempo de irme.
-No te vayas, espera -le pedí, mientras se levantaba y miraba rumbos posibles.
-Volveré otro día, y seguiremos. A ver qué estás leyendo entonces.
-¿No tienes más tiempo? -pregunté.
-El tiempo es una ilusión. ¿Sabes quién lo dijo?
-No. ¿Otro filósofo?
-Einstein… Einstein -corrigió, me guiñó el derecho y enfiló al corazón de la plaza.