En estos días de fiebres deportivas por la culminación de los torneos de básquetbol en Estados Unidos, y del fútbol en el país y en Europa, me vinieron a la cabeza los recuerdos de mis tiempos de pantalón corto. Lo mío era el fútbol, aunque duró poco y con desempeño modesto, pero mi hija adolescente sí tuvo una afición acentuada y larga por el básquetbol. Empezó como un asunto escolar, de obligaciones, que es la peor manera, creo, de que un deporte le guste a alguien; pasado un tiempo, por una misteriosa razón, la encontraba observando videos en televisión de partidos antiguos y jugadores notables. Ella se aficionó por Celtics de Boston, y poco más le interesaba. Cuando la invitaba conmigo a sentarnos frente a la tele para ver un partido, si tenía suerte me acompañaba 15 minutos, luego decía que tenía una tarea o volvía más tarde. Cuando se sinceraba, con crudeza, me recordaba que no le gustaba el fútbol y se aburría, que muchas gracias.
Las ocasiones en que vimos un partido juntos fue por mi aparición súbita junto a ella cuando su equipo jugaba contra otro también legendario, como Lakers o Bulls.
Creo que su desencanto empezó un domingo en que salimos a la cancha para que jugara un partido con el equipo de la escuela. Era un torneo relámpago. El que perdía se iba de la competencia. Su partido era accesible, aunque las rivales eran más altas y fuertes, pero la calidad técnica de nuestro equipo era superior. La primera mitad terminó con una ventaja muy cómoda. La segunda parte empezó fatal. Erraban todas y las contrincantes, azuzadas de manera agresiva por la entrenadora, mostraron dientes y con fiereza comenzaron a jugar rudo, con la complacencia del árbitro ciego voluntario. Mi hija sacó una rabia que no conocía, pero terminó en impotencia con el silbatazo final y la derrota. Enojada, frustrada, encaró al árbitro para reclamarle su actuación que todos apreciamos y lamentamos, excepto las contrincantes, que festejaban con gritos de guerra.
El camino a casa fue doloroso. Ella no detenía su rabia e impotencia, ni mis palabras eran suficientes para hacerle comprender que el deporte y el error son consustanciales, que el árbitro es parte del juego y se equivoca con frecuencia. En realidad, no surtieron efecto en ella porque el abuso había sido salvaje.
La noche fue peor. Siguió en su ensimismamiento y aunque volvió a las canchas con entusiasmo y entrenaba con responsabilidad, algo se había roto aquella mañana soleada. La chispa de alegría empezó a entibiarse en sus ojos. Seguimos varios años, y aunque nunca volvimos al episodio, la carrera profesional y las tareas universitarias ocuparon sus horarios; se fue olvidando del balón. Hoy, que le pregunté por teléfono si estaba observando las finales de la NBA me dijo que no, que hace tiempo no las veía. El recuerdo que, intuyo, está latente en ambos y en ciertos momentos, apresuró el fin de la llamada. Nos despedimos y quedé con los recuerdos.
-Papá, la trampa no debería existir -me dijo la tarde del funesto partido-. Deberían castigarla siempre.
-Sí, es verdad, no debería, pero existe, es parte de nuestra sociedad y se cuela por todas partes. Tenemos que aprender a vivir con ella, eludiéndola y no cometiéndola. Quizá eso evite que ganes un partido, mejores tu calificación en un examen o triunfes en la elección, pero tendrás la conciencia tranquila y dormirás triste por la derrota, quizás, pero contenta porque fuiste honesta.
Fue la última vez que lo hablemos. Nunca más. Y esta, la primera vez que lo escribo. La única. Nunca más.