La mañana es calurosa, como todas desde hace un par de meses, pero mi ánimo está por los cielos. Me reconforta saber que pronto terminará esta tortura colectiva que llamamos “campañas electorales” y dejaremos a un lado el torrente de estupideces. Sentado en la banca, espero la hora de mi ingreso a la oficina. No hay novedades en la plaza. Eso creía, hasta que un ladrido lastimero me conmovió. El grito viene de un caniche que corre espantado ante la furia de un hombre normal, bueno, más o menos, porque su estatura es más bien mínima, su complexión robusta, como pomito de Gerber, y sus piernas regordetas como mesa de billar. Lo observo mientras persigue con la mirada y un montón de mentadas de madre al peludo. Intuyo, sin ser un genio, que lo cogió desprevenido y de un patadón le sacudió el rabo y todos los alrededores a la pobre bestia que llora y, si pudiera, se sobaría.
Sin que me toque ni me llamen, cometo la osadía de entrometerme.
-Oye, ¿por qué hiciste eso? -le digo al pequeño gandalla.
-¿Eso qué? -responde, iracundo.
-Eso, golpear al animal. ¿Qué te hizo?
El chaparrín, temerario, se acerca como perro bulldog:
-¿Te importa mucho?
-No creo que sea lo más correcto eso que hiciste. Ni lo más valiente -le digo, desafiando mi proverbial parsimonia.
-Ah, no. ¿Y quién eres tú, para juzgarlo?
-Nadie, no soy nadie para juzgarlo -digo, y mi respuesta, un poco apocada, le da alas al pequeño alacrán.
-¿Y no te gustaría que te rompiera el hocico? -me dice, saltándose dos o tres líneas de un diálogo cortés.
-Uf, no lo había pensado. ¿Lo dices en serio? No es que me quiera mucho o esté muy enamorado de mí, pero eso de que me rompan la cara no me parece muy apetecible. No es una buena oferta, en definitiva -le contesto al ya más que inflamado vasito de rabia.
-Pues entonces, ¿por qué te metes en lo que no te importa?
-No, es que sí me importa, pero tu ofrecimiento de romperme el hocico no me agrada.
-Oh, ¿te importa? ¿Por qué?
-¿Te gustaría -le pregunto- que tu fueras el perro, y un grandulón, bueno, un chaparrón, llegara contigo y nada más porqué sí te rompiera el culo de una patada?
No esperaba mi pregunta. Se quedó perplejo y vi mi oportunidad de asestarle el segundo golpe.
-No me hagas caso. ¿Ves a ese hombre que está por allí? -le pregunté.
-¿Cuál?
-Ese, el ropero ese, que mide tres metros de ancho. Es un poco patas flacas, pero su tronco, si fuera árbol, tendría unos 200 años. Sí, ese que pasea un perrito chiquito. Está medio enclenque, pero también es dueño de ese otro que tiene amarrado allá, en aquel árbol. Uno que parece de pelea. ¿Quieres que le pregunte su opinión? ¿Cómo ves? Que nos diga qué opina de que cualquiera le ande pateando el trasero a los firulais en los parques.
Los ojos del pequeñín bravucón se abrieron como platos cuando dirigió la vista al Robocop colimote.
-No, no es necesario. ¿Es tu amigo? -me preguntó.
-Más o menos. Viene aquí todos los días con sus perros, se nota que le encantan y los trata muy bien. ¡Míralo, qué cariñoso con ellos! Me saluda cada mañana, a veces cruzamos palabras. ¿Le pregunto?
Como perro regañado por su ama, el todavía más pequeñin ex bravucón se encogió.
-No, déjalo así -me miró rabioso y se fue de puntitas.
Entendí la razón cuando levanté la vista. El Robocop de la plaza se acercaba.
Envalentonado, con un grito, reté al pequeñín con una sonrisa tamaño pizza gigante:
-¿Ya se te quitaron las ganas de romper hocicos en la calle?
No dijo nada. No era necesario. El Robocop, Rambo, o lo que fuera, me saludo cortés, como cada mañana con sus dos mascotas. Siguió su camino, mientras emprendía el mío a la oficina.