El fin de semana me zambullí en recuerdos juveniles. Fue de repente, pero vinieron como río furioso y así desaparecieron.
Cuando imagino de mis breves días* se me revuelven los sentimientos, ahora que lo escribo en calma.
En la felicidad o alegría tal como se conservan en la memoria no hay manchas oscuras. Es como cielo abierto.
El futuro tenía corta duración siempre. No iba más allá del fin de semana.
En la escuela no sufría. No había tantas tareas ni exámenes odiosos. O eso recuerdo. En cualquier caso, no sembraron traumas.
Las incertidumbres por las creencias religiosas las resolví de golpe la noche en que decidí que ya no valía la pena un rezo.
Ser menos alto o desafortunado en varias actividades no me aplastaba el ánimo.
Ni siquiera en el amor padecía en exceso. Recuerdo, sí, que un desdén femenino no me lastimaba. Sufría, en cambio, cuando alguna incauta aceptaba mi compañía a su casa los sábados o domingos. Eso me atormentaba. ¿Qué haré? ¿Qué le diré? ¿Y si dice “no”?
No podría decir que el tiempo pasado fue mejor. Nunca lo digo. Pero sí que los días vividos fueron más felices que ingratos; y que hoy extraño ese balance. Eso que en portugués se define como: saudade, un sentimiento nostálgico por ausencias o lejanías que nos hicieron felices, que fueron pero que, tal vez, no serán más.
*Lope de Vega, Rimas, 1960.