Esta mañana detuve la mirada en un espectáculo maravilloso. El desfile de hormigas rojas que avanzaban hacia sus refugios, presurosas, cargando pedacitos de hojas tiernas. Una columna iba hacia su nido, en un compás armónico, con prisa, eludiendo magistrales los pequeños charcos que había dejado la lluvia nocturna y las ramas rotas que obstruían su andar. En sentido contrario avanzaban las compañeras, después de dejar su cargamento, hacia el sitio donde habían decidido reunir provisiones para enfrentar la nueva lluvia, acopiar alimentos o qué sé yo. Absorto, me preguntaba quién las dirige, dónde están mandando las órdenes, cómo obedecen tan disciplinadamente, formando un ejército incansable.
A pocos centímetros de mi pie izquierdo apareció un intruso. Un pajarraco negro, que bajó súbitamente y espantó la hilera terrestre, que apenas se desvío y luego recompuso, buscando el camino, mientras el ave perseguía un saltamontes destinado a convertirse en desayuno frugal. En lugar de detener al abusivo de pico amarillo, escondí mi pie y esperé el desenlace. El saltamontes brinco por aquí y por allá, escapando de los picotazos, hasta que no soportó el asedio y fue atrapado sin contemplaciones. Miré a otra parte para no presenciar el espectáculo.
Al otro lado, donde mis ojos se posaron, encontraron los suyos. Estaba de pie, frente a mí, impasible. Sonrío y se sentó a mi lado. Tenía dos cafés en vasos desechables. Me tendió uno y bebió del suyo. Bebí también me sorprendió el sabor y olor.
-Tiene canela. Me gusta. Es bueno -le dije, sonriente.
-Me alegra. Cuando me siento contigo a veces percibo el olor picante de la canela. No es mi favorita, pero quise complacerte -respondió.
-Bueno, muchas gracias. ¿Qué novedades tienes? ¿Viste las noticias de Venezuela?
-¿Las elecciones de ayer? -respondió-.
-Sí, claro.
-Mmmmm voy a repetirte que esas cosas mundanas me importan poco. Es decir, me importan, me importa la democracia, la libertad, el derecho de los pueblos a decidir a sus gobernantes, su bienestar, todo eso, me importa mucho, pero no me quiebro la cabeza. Ni aquí, ni en Venezuela, ni en Estados Unidos.
-No te entiendo.
-Esas palabras grandes, como democracia, libertad, justicia, derechos humanos, soberanía, dignidad, son tan extraordinarias, como lejanas a los ciudadanos. En nuestra ciudad es así, en otros países o ciudades, todavía nos queda más lejos, así que no, no me distraigo demasiado.
-¿No te importa el destino del mundo?
-Me importa el mío. Mi mundo. Me ocupo de las decisiones que tengo en las manos, de las responsabilidades que debo asumir. ¿Por qué tengo que enfadarme de las decisiones de otros? Normalmente, de un puñado de imbéciles que se creen semidioses o encarnaciones del pueblo. El mundo está repleto de gente así, y no tengo ni un centímetro de voluntad para encararlos en una batalla perdida y que se repetirá al infinito.
-Me sorprende un poco. No tu forma de pensar, sino la indiferencia humana.
-No me importa. No trato de serte simpático.
-Sí, ya lo creo.
Bebimos cada uno de su vaso, mirando al frente, al desfile de autos que transitaban adormilados. Los minutos pasaron. El silencio es perfecto, mientras llegan las palabras que lo espantan.