Un ruido extraño en el motor del auto me amargó la mañana. Apenas encendido, tosió tres veces como infectado de Covid y tuberculosis. Algo así imagino, pues de medicina no tengo muchas ideas, o de nivel semejante al presidente, cuando recomendó untarse Vaporub y unos tecitos para combatir la enfermedad que los científicos del mundo diseccionaban en sus laboratorios.
Mis conocimientos mecánicos también son nulos, o en la escala de diez, de menos cero. Pero las cosas no pintaban bien con el auto. Lo dejé y presuroso salí a tomar el camión público a dos cuadras de casa. Pasó pronto y no tuve problemas en encontrar un asiento en la parte final. Viajábamos pocos. Los estudiantes siguen de vacaciones, como sus profesores, y la hora no es complicada. Con el mal humor a cuestas intenté leer el libro que tengo entre manos esta semana: una antología poética de Lope de Vega. No me emociona en exceso, pero a veces me quita el sueño, otras, bendito sea, me lo acelera.
Una pregunta con voz infantil en la fila delantera me distrajo:
-Papá, ¿qué es una biblioteca?
Me picó la curiosidad. Miré al emisor, de unos seis o siete años, luego al padre, joven todavía, y esperé paciente la respuesta. A la derecha, atrás, quedaba el edificio blanco de la antigua biblioteca municipal.
-Una biblioteca, hijo… una biblioteca -dudó el padre varios segundos- es un lugar donde hay libros, muchos libros. Mesas donde la gente va a leer, a hacer tareas, trabajos escolares. Eso es, un lugar con personas y libros.
El niño estaba interesado. La respuesta del papá es la misma que yo habría dado hace veinte años. Hoy, no tengo la mínima idea de qué diría, porque hace años, muchos, que no estoy en una biblioteca.
El niño volvió a la carga:
-Papá, ¿a poco la gente va a un lugar a leer libros?
-Sí, no solo libros, también enciclopedias, periódicos, revistas… -el hijo cortó abrupto.
-¿Me lo juras?
-Sí, hijo. Te lo juro.
-Guau, casi no lo creo. ¿Y por qué no sabía nada de una biblioteca? Creo que me gustaría ir a una biblioteca. Nunca he ido. Tú y mamá nunca me llevaron a una biblioteca. ¿Ustedes no fueron nunca?
-Tu mamá y yo no te llevamos porque eras pequeño, y para ir a una biblioteca lo normal es que sepas leer. Ahora ya sabes. Además, tu mami y yo teníamos que trabajar durante el día y en la noche en casa ya no teníamos ganas de salir a una biblioteca, ni de leer o mirar libros.
-¿Y te cobran por entrar a la biblioteca?
-No, no te cobran.
-Entonces, si no cobran, seguro que habrá que hacer una fila grande para entrar a las bibliotecas. ¡Vas a leer y es gratis!
-Sí, es gratis, te prestan los libros, estás cómodo, en silencio. Pero no sé cuánta gente vaya a las bibliotecas. No creo que mucha.
-¿Por qué no van?
-Porque leer no es divertido para la mayor parte de la gente. Porque los grandes tenemos que trabajar, nos falta tiempo…
-A mí me gustaría conocer una biblioteca, papá. ¿Podemos ir un día? Invitamos a mamá, aunque no vivas con nosotros.
Un nudo en la garganta se me formó cuando escuché la última parte, porque las palabras del niño se adelgazaron e intuí el dolor de una vida separada.
-Sí, vamos a ir un día. Pronto tendré vacaciones en el trabajo y podremos pasar una mañana en la biblioteca. La conocerás y tal vez te guste.
-Bueno, sí, vamos a hacerlo.
Ellos siguieron hablando. Yo tenía que bajar a pocos metros y apenas me daba tiempo de gritarle al chofer que parara. Mientras abría la puerta, giré los ojos hacia los personajes de mi diálogo. El niño, inclinando la cabeza, trataba de leer el título o el autor de mi libro. Le sonreí y dije adiós. En el brillo de su mirada encendí la esperanza de que los lectores de libros de papel persistirán.