Lunes después de vacaciones. La avenida frente a mi banca en la plaza se volvió a llenar de niños poco antes del timbre escolar. La silenciosa calle de las semanas pasadas se fue cargando de la música de pasos, voces y algunos grititos.
Dos hechos observo: buena parte de los infantes llevan sus pantalones cortos, azules con franjas rojas y blancas, pero bien abrigados arriba. No es que la ciudad se congele, pero el clima es inhabitual y probablemente muchos de estos escolares tendrán frío un par de horas. Tampoco les hará daño.
El otro hecho es que ellas, las niñas, acarrean en sus manos los juguetes que, imagino, recibieron en navidades. Algunas sonríen abiertamente, otras platican con sus mamás, cuyos gestos, en general, son serios. Los varones son más militares en su andar: rígidos, adustos.
El desfile de chiquillos y adultos dura unos 15 minutos. Luego volvió el paisaje de cada mañana. Yo regreso a lo mío: la siguiente peregrinación, las mujeres mayores que salen de misa, con sus rebozos y pañoletas en la cabeza, cubiertas del frío. Una, en especial, cada día me interesa. Es pequeñita, delgada, vestida de colores oscuros, con una elegante pañoleta negra que le cubre la cabeza y parte del rostro. A pesar de los años que aparenta camina ágil.
Esa imagen se me vuelve cada día más familiar, sobre todo, desde que descubrí en ella el empolvado recuerdo de mi abuela, en los años que yo estaba en la plaza de mi pueblo, cuando ella pasaba rauda a misa de 7.