En días pasados revivió el debate público por un tema educativo: la participación de México en el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos, conocido por sus siglas en inglés como PISA.
En otra muestra del patrón de funcionamiento gubernamental, mezcla de desinformación, opacidad y veleidades, se viralizó la nota de que el país no participaría en la siguiente versión, lo que suscitó una buena cantidad de análisis en distintos medios, a favor y en contra de abandonar la prueba de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
El caleidoscopio de opiniones fue amplio; la solvencia de los argumentos, heterogénea. Las posiciones más o menos cercanas a un partido o gobierno preparan, disparan y apunta en esa dirección. A favor de continuar o abandonar hubo opiniones respetables; otras, prescindibles.
¿Por qué vale la pena continuar en PISA? ¿Por qué abandonarlo? No son preguntas de respuesta corta, ni en blanco y negro. Abordo sólo algunas puntas.
PISA tiene una intención breve y clara. Lo cito de su página web en español: “El objetivo del programa es medir la capacidad de los alumnos de 15 años para utilizar sus conocimientos y habilidades de lectura, matemáticas y ciencias para afrontar los retos de la vida real”. No es un examen de conocimientos, no evalúa un currículum específico o un grado escolar. Mide lo que dice medir (capacidad para utilizar conocimientos y habilidades) entre los estudiantes de una edad (repito: no de un grado escolar), pertenecientes a las “economías” del llamado “Club de los países ricos”, y a los cuales se han ido sumando otros no miembros, interesados en conocer la situación de sus estudiantes en una prueba global.
México participa desde el 2000 y cada tres años los resultados aparecen en la opinión pública informada y, sobre todo, en la desinformada, para fustigar y hasta festejar que el país esté “reprobado”. Es verdad, los números no fueron alentadores para la tribuna desde el principio, pero hay un fondo más sustancioso, desaprovechado: el uso de la información.
Por otro lado, conviene recordar que PISA no es la única prueba internacional donde participa México. Además, aquí también se diseñaron y aplicaron instrumentos como EXCALE, Exámenes de la Calidad y el Logro Educativos, y PLANEA, Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes, mientras que ENLACE fue descalificada por carencia de confiabilidad.
Eduardo Backhoff y otros colaboradores documentaron (Cambios y tendencias del aprendizaje en México: 2000-2015, INEE, 2017) que México participó en 22 pruebas nacionales e internacionales entre 2000 y 2015. Hay materia, pues, para más que un hilo de tuits.
¿Para qué sirvieron las miles y miles de páginas con los informes y análisis de las pruebas aplicadas, PISA y otras? Para nada, si se cree que con la varita mágica de las pruebas se cambian los sistemas escolares, las formas de enseñanza y la calidad de los aprendizajes estudiantiles. Efectivamente, no hay evidencias para sostener que en estas dos décadas de pruebas en el siglo XXI, con PRI, PAN o Morena gobernando, México haya dado pasos adelante en los resultados numéricos. Menos, después de la pandemia y con el gobierno federal opaco y omiso en el uso sensato de la evaluación.La ausencia de transformaciones sustanciales documentadas alerta también de las distancias entre el trabajo de los analistas e investigadores, y los políticos con sus tomadores de decisiones. Caminan con lógicas distintas y distantes. La fractura es histórica.
Participar o no en PISA no cambiará la educación, sólo por ese hecho. Es una herramienta, como otras, con un baremo exigente para un sistema de calidades precarias y desiguales, al que se responde con juicios veloces. Lo que sí puede hundir al país todavía más es la actitud huidiza, el facilismo y la negación gubernamental. Descalificar, pero no oponer propuestas superiores, descalifica al autor, en este caso, a la autoridad más alta.
Ninguna esfera de la vida pública cambia por la verborrea de sus gobernantes y sus promesas megalómanas. La única transformación posible es resultado de trabajo colectivo (repito: planeado, sustentado, comunicado, acompañado, financiado) y un liderazgo asertivo e incluyente, que hoy escasea porque el gobierno convirtió a la sociedad en una batalla cotidiana entre fanáticos y adversarios, rompiendo demagógicamente con el pasado al que regresa con sus prácticas, cortando ramas donde tenía algunos asideros para lanzar el país al futuro. Al futuro posible, no a esa afirmación facilona que promete “el mejor país del mundo”.