Después de muchos años volví a abrir un libro de Juan José Arreola. Estoy en Ciudad Guzmán. Vine el fin de semana, de ida y regreso. Estuve en el museo que fue su casa. Es un remanso, con el toque mágico de este lugar, entre libros, objetos personales, su ropa, sus muebles, sus fotografías, las dedicatorias de varios de los grandes escritores de su época, como Neruda, agradeciendo el ponche disfrutado ahí en Zapotlán. Luego de un par de horas entre las salas, y de sentarme en el jardín mirando los volcanes y paisajes, volví al centro de la ciudad. Busqué una banca en la plaza, sacudiéndome las palomas y sorteando el paso de los chiquillos en triciclos, me senté con un café caliente y aromático, de frente a la avenida donde hoy se anuncia la panadería de “las Arreola”.
Me deslumbran los párrafos iniciales de Confabulario; por ejemplo: “Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán”.
Sigo: “A veces le decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán. A propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres, además del pintor: el Nevado que se llama de Colima, aunque todo él está en tierra de Jalisco…”.
Su escritura es un paseo: “Soy autodidacta, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo… Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente del campo”.
El frescor de la tarde, la sombra de los árboles y un rugido en el estómago me advierten que es hora de conseguir comida. Cierro el libro y empiezo la vuelta.